Belleza que emociona poco
Ludovico Einaudi es un hábil compositor aunque de recursos a veces demasiado evidentes
El tiempo, siempre el tiempo. O, más concretamente, su naturaleza inaprensible, ese tictac que nos martillea como un pálpito sin remisión. La certeza de que la vida nos matará, como dijo el gran Warren Zevon para titular uno de sus álbumes postreros (él ya hace años que tuvo oportunidad de comprobarlo, por desgracia). El tiempo: un ingrediente insólito en un mundo tan enloquecido que nos hemos acostumbrado a simultanear múltiples actividades, aunque sea para hacerlas casi todas mal. El reloj es ese atípico aliado al que viene invocando el turinés Ludovico Einaudi a lo largo de toda su producción, y de manera aún más palmaria en el reciente In a time lapse, que ayer ocupó dos terceras partes de su comparecencia en el Circo Price. Un lapso de tiempo, un paréntesis, un respiro. Una oportunidad para ralentizar, siquiera brevemente, nuestras existencias atropelladas.
La oferta resulta tan atractiva que el teatro se llenó de un público multigeneracional, entusiasta, dispuesto a agradecerle a Einaudi sus composiciones preciosistas. Clasicismo con envoltorio contemporáneo, música de cámara al ralentí. Recibió muy cálidos aplausos este compositor hábil y confortable para el oído, aunque de recursos a veces demasiado evidentes. Los de un minimalismo ligerísimo, afable, de permanente guante blanco. Ludovico es la versión mediterránea y de rictus cordial de Michael Nyman, con el que comparte vestuario negro, gafas de pasta y cráneo poco poblado. Pero su exquisitez es tan elemental que siempre parece más guiada por la academia que por la emoción.
Aclarémoslo sin ambages: el repertorio del italiano suena bello, eminentemente grato en sus acordes apenas modificados al más típico estilo minimalista, en las cuerdas que van superponiendo sus voces y agrandando el sonido, en el tímido toque africano de las percusiones y la kalimba. Con todo, es recurrente la sospecha de que no hay tanta inspiración como técnica en estas obras, de que Einaudi podría terminar sus partituras, sin necesidad de grandes conocimientos armónicos, mientras viaja en tren o degusta el desayuno en una plácida casa de campo piamontesa. Sus lecciones de piano son aptas para alumnos de grado elemental, que quizás agradecerían ahorrarse alguna que otra interpretación de Para Elisa. Pero esas cascadas de corcheas fáciles son manifiestamente anodinas, como se demuestra en los pasajes de piano solo. Bucean en la nada y nada extraen de ella, salvo unos cuantos arpegios para pasar (o incluso matar) el tiempo.
La entrega final de In a time lapse fue Newton's cradle, su título menos melódico y más ambiental, tenebroso y estático, aunque los fogonazos a modo de relámpagos en la iluminación volvieran a incurrir en la obviedad: el trabajo de 11 músicos bastaba para que cualquier oyente pudiese evocar, por ejemplo, un callejón oscuro y envuelto en la niebla. Mucho más apreciable resultó, en la segunda parte, The tower, con su mágico y absorbente repiqueteo de metalófonos. Es ahí, renunciando al tópico y las referencias explícitas, sugeriendo más que subrayando, cuando Einaudi trenza un discurso infinitamente más interesante.
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