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Pop | beach house
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo estático y lo extático

La hipnótica Legrand eleva su voz reverberada sobre unos teclados catedralicios

Quien acunase el término dream pop puso el chiste demasiado fácil: canciones para la modorra y el sesteo, bostezos con caparazón de trending topic. Pero Beach House se toman su trabajo demasiado en serio como para reducirlos a la condición de chascarrillo. Por supuesto, debemos tirar la toalla en lo que se refiere a la proliferación de sonidos pregrabados: un significativo sector de la modernidad ha dado por válido que una parte de los contenidos sonoros provenga de la lata, lo que viene a ser como una obra de teatro en la que algunos actores se sustituyeran por televisiones de plasma (bien pensado, parece que la moda se está extendiendo por otros terrenos nada artísticos). Pero lo que sí acontece de verdad aporta algunos ingredientes bien hermosos. Empezando por la voz de la hierática Victoria Legrand, tantas veces comparada con Nico o Elizabeth Fraser, de Cocteau Twins. En realidad, el ascendente de aquella banda británica se advierte más en las preciosas guitarras etéreas de Alex Scally, herencia directa de aquellas ensoñaciones en forma de arpegio que esbozaba Robin Guthrie.

La impasible Legrand eleva su voz hipnótica y reverberada sobre unos teclados catedralicios, que en los ochenta habrían parecido hiperbólicos y hoy computan como ensoñadores. Los juegos de segundas y hasta terceras voces también son particularmente bellos en pasajes como Lazuli, aunque, claro, no haya segundas ni terceras cantantes para emitirlas. El preciosismo gélido, acentuado por una iluminación espectral (faltaría más), alcanza manifestaciones exquisitas: Norway es un título fabuloso, realzado por la percusión absorta, seca y, esta vez sí, en vivo de Daniel Franz.

Asunto distinto es si a esta belleza polar le sienta bien la representación en público, y más en ese purgatorio incómodo y cacofónico de una Riviera atestada (aunque anoche, por alguna extraña alineación cósmica, no sonó mal). La escenificación del misterio conduce a absurdos como que el único miembro no oficial de los de Baltimore, el batería, se sitúe al borde del escenario, mientras nos quedamos con la duda de si Victoria y Alex, agazapados en segundo plano, son tan guapetes como en las fotos de promoción.

“¿De dónde venís? ¿Del cielo? Sois, de lejos, la gente con más energía que nos hemos encontrado en la gira”, anota ella, en parlamento de insólita extensión, antes de afrontar la célebre Zebra. Se intuye mucho talento y afán de perfeccionismo en esta pareja recién incorporada a la treintena, y un esfuerzo loable, por ejemplo, por evitar la reiteración en la estructura de las canciones. Pero también reinciden en algún error, como no variar la posición del metrónomo ni bajo intervención militar. Por eso su belleza es a veces más estática que extática. Por eso agradecemos la prudencia de los 75 minutos. Y no tendría por qué. A menos que pretendamos hacer chistes fáciles sobre el dream pop.

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