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CRÍTICA | ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Colores vivos

Se escuchó un 'Barbiere' con un Conde y una Rosina de bonito timbre, aunque la coloratura deba aún ganar en fluidez

Se escuchó el jueves un Barbiere con un Conde y una Rosina (Edgardo Rocha y Silvia Vázquez) de bonito timbre, aunque la coloratura deba aún ganar en velocidad y fluidez. La opción de optar por una soprano en lugar de una mezzo es muy frecuente, aunque discutible. Fígaro (Mario Casi) y Bartolo (Marco Camastra) lucieron voces que corrían relativamente bien, pero que soportaban con dificultad las puntas del crescendo rossiniano.

Los cuatro, por otro lado, mostraron problemas en la franja aguda, sea por tiranteces en el paso, inseguridad en la afinación o desigualdad en los registros. El incombustible Paata Burchuladze (Don Basilio) continúa con una potencia tremenda, aunque la voz quizá suene demasiado densa para este papel.

El barbero de Sevilla

De Rossini. Dirección musical: Omer Meir Wellber. Dirección escénica: Damiano Michieletto. Solistas vocales: Edgardo Rocha, Silvia Vázquez, Mario Casi, Marco Camastra, Paata Burchuladze, Marina Rodríguez-Cusí, Mattia Olivieri y Fernando Piqueras. Orquesta y Coro de la Comunidad Valenciana. Palau de les Arts. Valencia, 28 de febrero de 2013.

En cuanto a la batuta de Wellber, invirtió su gusto por el metrónomo rápido, y brindó una obertura más ensoñadora que chispeante, así como varios números algo más lentos de lo que hoy es habitual: es posible que sintiera una comprensible misericordia hacia los cantantes. En los recitativos los solistas se esforzaron para que la acción tuviera viveza y comicidad. A los concertantes de ambos actos les faltó limpidez, y no pudo disfrutarse ese finísimo y enloquecido encaje que propone a las voces la partitura de Rossini. Cumplieron muy bien todos los comprimarios. Por último, la orquesta y el coro no siempre anduvieron ajustados entre sí y con los solistas, aunque no desfallecieran en cuanto a tensión y nervio.

La producción, de escenografía abigarrada y colorista, sitúa la acción en un barrio popular, con detalles cuidadosos en la decoración, vehículos y vestuario que oscilaban entre los años 60 y los 80. Una finca de cuatro pisos queda al descubierto por los costados, y va girando a lo largo de toda la representación, con un ritmo que imita el brío de Rossini. Sucedió que, a veces, al reduplicarlo, resultaba mareante. Se facilitó demasiado, por otro lado, la dispersión en la atención del espectador, a causa de la cantidad de personajes que aparecen, entregados a sus quehaceres, en las diferentes viviendas y bajos.

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