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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más que la cultura son las reglas del juego

"Uno de los pocos consensos es el referido a la necesidad de adoptar medidas para atajar el fenómeno de la corrupción"

Uno de los pocos consensos existentes actualmente es el referido a la necesidad de adoptar medidas para atajar el fenómeno de la corrupción en nuestro sistema político. Algo justificado si tenemos en cuenta la coincidencia temporal de dos preocupaciones ciudadanas: la referida a la situación económica y la confianza en las instituciones. Tanto la percepción (por el paro y el funcionamiento de los partidos, según el barómetro del CIS de enero de este año) como los datos (veinticinco por cien de desempleo y pauperización creciente de las clases medias; escándalos políticos recientes) abonan esta preocupación.

Pero la relevancia de la cuestión no garantiza que su tratamiento se halle libre de prejuicios, que es lo que desearía destacar. Uno de los más relevantes es el que asocia la corrupción con clichés “culturales” (latinos o sureños versus centroeuropeos) o “religiosos” (católicos frente a protestantes). Este último con un poco más de fuste intelectual, sobre todo si se acompaña de la cita de Max Weber. La cuestión es que conforme definamos el problema encontraremos las soluciones. Y al respecto, el determinismo proveniente de los enfoques culturalistas, aporta más luces que sombras. Según este nuestro particular “pathos” cívico, además de colocarnos en la senda de un cierto cinismo haría inviable cualquier solución, ya que en nuestro “carácter mediterráneo” estaría inscrito a fuego el fatalismo de las corruptelas.

Sin embargo, la ciencia política y la economía han destacado la relevancia del “factor institucional”, esto es, de las instituciones relacionadas no solamente con la seguridad de las transacciones económicas, sino también con las que proporcionan otros bienes colectivos como la despolitización y la imparcialidad de la Administración, a la hora de explicar la prevalencia del fenómeno, lo que haría su tratamiento algo más factible. La calidad en este aspecto determina en gran medida el resultado sistémico. Y cuando se habla de calidad institucional nos referimos a la consolidación real de las disposiciones encaminadas a controlar a quienes ocupan posiciones de poder: se trata de asegurar de que quienes dicen actuar en nuestro nombre consideren nuestros intereses cuando gobiernan lo público. Y es que como recoge una conocida publicación del Banco Mundial (2000), el de la corrupción es más un crimen de cálculo que algo pasional. Sin duda que influyen los valores, pero en las conductas lesivas para la ciudadanía hay mucho de racionalidad instrumental (por decirlo en términos weberianos), de evaluación de beneficios y costes; lo que hace recomendable analizar las “tentaciones” en forma de incentivos perversos que nuestros representantes encaran en sus contextos decisorios. Cuando analizamos hábitos y rutinas –lo que un espectador poco avisado haría pasar como valores- en la mayoría de casos encontramos actores beneficiados por un concreto statu quo. Resulta relevante el diseño institucional y su funcionamiento, al menos tanto como la cultura.

Así las cosas, y desde esta perspectiva, sí se puede adoptar una estrategia amplia de lucha contra la corrupción. De la mano de un científico social como Robert Klitgaard ha hecho fortuna un planteamiento integral a la hora de concebir estrategias de prevención, la conocida como ecuación de la corrupción, cuya formulación es la siguiente: C= M+D-A. Donde la M sería el monopolio existente en la decisión, D haría referencia al grado de discrecionalidad y el sustractor, A, significaría “accountability” (transparencia). O lo que es lo mismo: quién decide (lo cual hace recomendable evitar un grado elevado de politización y dedicar esfuerzos a implantar un verdadero sistema de mérito en el empleo público y profesionalizar las esferas directivas); cómo decide (el grado de sujeción a normas en las decisiones, su carácter reglado o no y su margen de apreciación, y si se adoptan de manera individual o colegiada) y, finalmente, cómo lo explica, esto es, cómo ese decisor rinde cuentas sobre la misma y si resulta posible contrastar las justificaciones aducidas de modo accesible, sencillo y fiable por parte de una ciudadanía vigilante en un entorno administrativo abierto.

Resulta patente que con esta aproximación disponemos de un inventario de medidas para afrontar esta lacra. Es un enfoque que no pretende agotar las soluciones posibles, entre otras cosas por cuanto los temas referidos al régimen electoral o el funcionamiento de los partidos resultan pertinentes. Pero si aun con todos los presuntos lastres culturales somos capaces de acordar compromisos creíbles (políticamente transversales) acerca de un conjunto de reformas institucionales que atiendan a los símbolos de la ecuación –y desde luego dotamos de medios a los órganos de control- nuestra condición de españoles/católicos/mediterráneos no impedirá que disfrutemos de las instituciones propias de una sociedad democrática avanzada. No hay que descuidar –ni se pretende- el desarrollo moral de nuestra sociedad, recomendación que tiene al menos dos mil quinientos años, desde Aristóteles. Pero en tanto trabajamos los aspectos éticos, dotémonos de reglas del juego y de políticas de supervisión capaces de funcionar en situaciones de baja calidad cívica. Y sin duda iremos mejorando.

Javier Cuenca es profesor de Ciencia Política y de la Administración de la Universitat de València-Estudi General.

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