Pido la paz y entrego la esperanza
El pasado viernes, 22 de febrero, conmemorábamos el asesinato hace 13 años del excepcional político vitoriano Fernando Buesa y de su abnegado escolta Jorge Díez, y con ellos recordábamos con emoción a los cientos de personas que vieron segada su vida de un modo atroz por la organización terrorista ETA en su criminal fanatismo identitario.
Ahora vivimos tiempos de esperanza, de esperanza en alcanzar entre todos una convivencia pacífica de verdad, porque, como nos enseña Bobbio, la paz es el fin inmediato, previo y condicionante de todos los demás fines políticos, y Kant ya nos advertía de que “hasta un pueblo de demonios” prefiere la paz a la guerra, con una sola condición: que no sean demonios estúpidos.
La paz debe ser entendida como un proceso positivo, dinámico y participativo de transformación social. La paz es una cultura, un modo de vida en comunidad, basado en la igual dignidad de todos los seres humanos y en el respeto y la promoción de los derechos humanos de todos.
La paz demanda la participación y la cooperación de todos, cada uno en su identidad y en su diferencia, para crear moradas no exclusivas ni excluyentes hacia una común patria ética desde las diversas patrias étnicas. Necesitamos transformar las fronteras que nos separan en caminos por los que avanzar juntos.
La paz exige el rechazo de toda violencia y el permanente recurso al diálogo, “el semen vital de la palabra”, que decía Gioconda Belli, para la solución de los conflictos que en todos los ámbitos son inherentes a nuestras vidas, para la solución de los conflictos o para acordar la forma de estar en desacuerdo.
La antítesis de la paz es la intolerancia en una repelente escala que va desde la indiferencia o el desinterés hacia el otro hasta los juicios, actitudes y acciones discriminatorias o agresivas que culminan en la violencia máxima del asesinato.
Conviene añadir que la paz es radicalmente incompatible con la exclusión social que sufren personas, familias y grupos cuyos recursos económicos, sociales o culturales son tan limitados que les separan y marginan del modo de vida que podemos considerar aceptable en la sociedad en que vivimos, estando privados de bienes prioritarios y de capacidades humanas básicas.
La paz debe estar asentada en una solidaridad transformadora como obligación de los poderes públicos y como indeclinable compromiso personal de todos nosotros.
La gran poeta bilbaína Ángela Figuera nos exhortaba así en su Hombre naciente: “Pido la paz y pido a mis hermanos / los hijos de mujer por todo el mundo / que escuchen esta voz y se apresuren. / Que se levanten al rayar el día / y vayan al más próximo arroyuelo. / Laven allí sus manos y su boca. / Quítense los gusanos de las uñas. / Saquen el corazón que le dé el aire. / Expurguen sus cabellos de serpientes / y apaguen la codicia de sus ojos. / Después, que vengan a nacer conmigo. / Haremos entre todos cuenta nueva. / ¡Quiero vivir! Lo exijo por derecho”.
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