Lincoln y Cataluña
De Riquer recuerda que el artículo 2 de la Constitución sobre la unidad de España no es fruto del consenso sino de la imposición
En los momentos de cambios políticos profundos sucede en ocasiones que la causa de los perdedores se reviste de nuevos ropajes, adopta formas de los vencedores y así logra salvar por lo menos parte de sus intereses. Es el proceso narrado por el príncipe de Lampedusa en la novela El gatopardo, por ejemplo. Que todo cambie para que algo esencial permanezca. Para su desgracia, Cataluña es en parte víctima de una de estas situaciones. Y lo es porque, en su momento, 1978, sus representantes cedieron ante los herederos del franquismo en una cuestión de principio de la que desde entonces son prisioneros.
No siempre quienes intentan esta operación consiguen su objetivo. Steven Spielberg ha diseccionado con encomiable voluntad pedagógica en su última película, dedicada al presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln, un episodio político de este tipo, relativo nada más y nada menos que a la supresión de la esclavitud en Norteamérica. En enero de 1863, en plena guerra civil con los estados del sur, Lincoln había promulgado la emancipación de todos los esclavos en los estados que dos años antes se habían rebelado, precisamente para mantener su régimen esclavista. Todos aquellos esclavos habían pasado a ser “libres para siempre”. La guerra, sin embargo, duró todavía otros dos años y a pesar de que las expectativas militares eran desfavorables a los sudistas, Lincoln sabía que no era lo mismo emancipar legalmente a millones de esclavos que poner fin al sistema económico y social esclavista. Sabía que este podía perdurar incluso en caso de derrota militar sudista. Por esta razón, impulsó con toda su energía la aprobación de una enmienda a la Constitución, la decimotercera, que pondría fuera de la ley al sistema esclavista en sí mismo. Sin ninguna concesión.
La batalla política para aprobar aquella enmienda fue durísima y puso en evidencia que el esclavismo tenía sus partidarios en todos los partidos y más allá de los estados del sur. O, por lo menos, que para una parte de los políticos de la época era una cuestión perfectamente aplazable si, como era el caso, los estados del sur ofrecían poner fin a la cruel guerra a cambio de mantener el sistema esclavista. Lincoln no transigió. Y antepuso la urgencia de aprobar la enmienda constitucional, en junio de 1865, a la de negociar la rendición de los sudistas, que llegó meses después.
Un historiador catalán,Borja de Riquer, explicó la semana pasada en un coloquio en la Universidad Pompeu Fabra (UPF) las a su juicio nocivas consecuencias que tiene para el actual régimen político español, y para Cataluña en particular, que quienes habían sido los partidarios del régimen militar antidemocrático y centralista lograran imponer aspectos esenciales de su ideario en la futura Constitución española.
Sucedió en Madrid algo muy parecido al Washington de Abraham Lincoln en 1865 evocado por Spielberg. En 1978 se redactaba en la capital de España un proyecto de Constitución en el que, junto con la causa de las libertades democráticas estaban también en juego las libertades nacionales de Cataluña y Euskadi. Estaba claro para todos que el régimen militar había sido políticamente derrotado. Y que iba a ser sustituido por un sistema democrático. También estaba claro que Cataluña y Euskadi iban a tener sus libertades nacionales. El presidente de la Generalitat había vuelto del exilio y ocupaba de nuevo su despacho en el palacio de la plaza de Sant Jaume. Sin embargo, en aquel crucial momento, los debilitados partidarios de la dictadura lograron imponer en la nueva constitución su particular definición nacional de España, la que habían impuesto por la vía de la armas en 1939.
El historiador Borja de Riquer tomó de uno de los ponentes de la Constitución en 1978, el comunista Jordi Solé Tura, la descripción del momento en que uno de los representantes del partido creado por los herederos del franquismo entregó a los demás ponentes el redactado final que debía tener el artículo 2 de la futura Constitución. Dijo que venía “de las alturas”, en referencia al Palacio de la Moncloa y a los aparatos estatales procedentes de la dictadura, incluido el militar, por supuesto. Afirmaba la “indisoluble unidad de la nación española” y debía ser adoptado sin tocar una coma.
En la Cataluña de 1978 no rigió la claridad de ideas que Spielberg describe en su obra sobre Lincoln y la abolición de la esclavitud. Y así fue como se cerró la vía para que la vigente Constitución reconociera abiertamente la plurinacionalidad del nuevo Estado. En el debate celebrado en la UPF, Borja de Riquer lamentó que, 34 años después, las ideas de los franquistas sean las que condicionen todavía el debate político y, en particular, que sean esgrimidas por sus partidarios como fruto de un consenso cuando en realidad son producto de la imposición.
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