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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una primavera no hace verano

"No caigamos en el error de medir el malestar de los jóvenes por el número de manifestantes"

El movimiento estudiantil, y más tarde social, que se inició hace ahora un año en Valencia no fue realmente una primavera. Más bien fue una primera señal de alarma a la que han seguido otras en forma de movimientos, plataformas y redes sociales que denuncian atropellos e injusticias o que reclaman derechos. Desde entonces las sirenas han seguido sonando con insistencia y lejos de acudir en su ayuda, una minoría privilegiada y aislada en su mundo ha seguido avivando el fuego de la desconfianza y la desafección política. Pero la auténtica primavera, antes o después, acabará llegando. Y tal vez venga precedida de una reacción exigente de ciudadanos que no se limite a cambiar un gobierno sino a cambiar un sistema que necesita una depuración muy profunda, una regeneración desde fundamentos más éticos y transparentes.

Decía la actual delegada del gobierno de la Comunidad Valencia en una entrevista a este diario el diciembre pasado: “me preocupa que los antisistema se instalen de forma permanente”. A mí también, pero me temo que la idea que tenemos de quiénes son los auténticos antisistema es completamente opuesta. Algunos creen que los antisistema —“el enemigo” como les calificó un jefe de policía— son los jóvenes que se manifiestan en la calle reclamando mejor educación y oportunidades para garantizar la igualdad, los ciudadanos desahuciados que se manifiestan ante las entidades bancarias, los jubilados estafados con productos financieros que no entienden y reclaman de forma sonora su irritación. Incluso personas que utilizan una tarjeta robada para comprar productos de primera necesidad. Yo creo que los antisistema son otros.

Los verdaderos antisistema son aquellos que han usurpado, adulterado, empobrecido, alterado y degradado la democracia hasta hacerla irreconocible. Los que hacen uso de métodos “neocaciquiles” propios de democracias autoritarias. Los que saquean las administraciones públicas. Los que han urdido desde el poder estafas como las preferentes o la legislación hipotecaria. Los que evaden capitales y defraudan a la hacienda pública. Los que corrompen y se dejan corromper. Los que habilitan caminos normativos para los defraudadores. Los que aprueban una amnistía fiscal que incluso permite que personas implicadas en tramas de corrupción puedan blanquear parte del resultado de su latrocinio. Los que siendo representantes políticos no observan una conducta ejemplar. Los que infringen las propias reglas que ellos mismos han establecido. Los que han provocado una crisis política, institucional, social y moral sin precedentes. Son los verdaderos antisistema los que se tienen que ir. Pero habrá que echarlos.

La gran paradoja es que aquellos a los se criminaliza, se estigmatiza, se expedienta, se silencia o se ignora, solo reclaman un sistema que funcione. Que la democracia, la justicia social y el estado de derecho sean algo más que invocaciones retóricas. Les prometimos democracia, bienestar, justicia social, oportunidades para la igualdad, seguridad y esperanza. Lo que les ofrecemos es corrupción, autoritarismo, precariedad estructural, explotación, paro e inseguridad. Lo que hasta ahora reciben los hijos de la democracia es la imagen de un país corrupto (el tercer país más corrupto de la Europa de los quince), la aprobación de normas y leyes que criminaliza la libertad de expresión y manifestación y la determinación de su gobierno, formalizado oficialmente en un Plan de Estabilidad ante Bruselas, de que hasta el 2015 se comprometen a reducir un 21% el gasto en educación y sanidad. Al tiempo, ese mismo gobierno ofrece plenas garantías al sistema financiero que nos condujo al abismo y renuncia a aumentar los ingresos fiscales en una cuantía no menor de 50.000 millones de euros que se dejan de ingresar en las arcas públicas cada año. El sistema no les ofrece casi nada. Ni siquiera a aquellos que se esfuerzan por acreditar más méritos. A algunos les indicamos la puerta de salida hacia el extranjero. La mayoría sigue instalada en la anomía social y la falta de perspectivas cuando no les enviamos extramuros de una fortaleza en la que cada vez somos menos. Estamos ofreciendo una estafa gigantesca a toda una generación. ¿Qué esperamos que piensen de un sistema que no se ocupa de ellos? ¿Alguien ha reparado en que toda una generación de millones de jóvenes ni siquiera tendrán una pensión digna habida cuenta de cómo se computan los días de trabajo a aquellos que todavía pueden hacerlo? Yo me avergüenzo de vivir en un país así.

No caigamos en el error de medir el malestar, la decepción y la frustración de muchos ciudadanos, en especial de los jóvenes, por el número de asistentes a una manifestación. El malestar es amplio y profundo. El muro de la incomprensión y la sensación de que son “prescindibles” alimenta el resentimiento hacia los representantes de un sistema que no tiene nada que ofrecerles. Es una brecha cultural, y por tanto política, de imprevisibles consecuencias. Pero muchos jóvenes y ciudadanos de todas las edades han entendido que si se empoderan, si es necesario al margen de los partidos tradicionales o al menos de los mayoritarios, tienen posibilidades no solo de resistir sino de exigir actuaciones radicales y urgentes, de conseguir que se vayan construyendo los pilares de un sistema más decente. Ya manifesté mi defensa radical del movimiento del 15-M y de cuantos han venido después. Vuelvo a reiterarlo: es tiempo de compromiso cívico, de defensa de valores y de una democracia de calidad. Es tiempo de aumentar la presión social, de apoyar e implicarse en movimientos y redes sociales que denuncian aquello que el sistema pretende ocultar. Hay demasiadas señales de alarma social como para inhibirse. La primavera nos aguarda. De nosotros, de una mayoría suficiente y plural, dependerá que dejemos atrás el invierno democrático.

Joan Romero es profesor universitario

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