Galicia viene a la Gran Vía
Espacio Telefónica expone lo mejor de la obra del fotógrafo Virxilio Vieitez, que inmoratalizó la vida cotidiana gallega
Galicia comparece en la Gran Vía. El legado del fotógrafo gallego Virxilio Vieitez acerca a Madrid, hasta la exposición instalada en la tercera planta del rascacielos de Telefónica, la entraña más pura de su tierra meiga. Sus gentes, costumbres, ceremonias, duelos y diversiones fueron fotografiados por él a lo largo de su vida, iniciada en el pueblo de Soutelo de Montes en 1930 y allí culminada en 2008.
Mismo frente a la red de San Luis, lugar donde se alzara la marquesina modernista, de acero y cristal, de Antonio Palacios Remilo, arquitecto también pontevedrés y cosmopolita como él, un repertorio selecto de más de dos centenares de retratos del fotógrafo gallego se despliega de manera deslumbrante ante la mirada sorprendida de quien visita la exposición, abierta al público hasta el mes de mayo en horario continuado desde las diez de la mañana hasta las ocho de la tarde, salvo lunes.
Hijo de José Vieitez, emigrante a Francia al que no llegó a conocer y de Ramona Bértolo, de la que sería único hijo tras fallecer otro vástago, Virxilio creció en el barrio O Rego de su pueblo, del que partió a los 16 años para trabajar primero en la construcción del aeropuerto de Labacoya, en Santiago de Compostela, marchar luego como mecánico del funicular de la localidad aragonesa de Panticosa, donde comenzó a retratar a sus compañeros de tajo y, al cabo, a las catalanas San Feliú de Guíxols y a Palamós. Fue allí donde Juli Pallí le enseñó el quehacer del fotógrafo, incluido la técnica de revelar. Desde allí desarrollaría un oficio que su destreza y desenvoltura con una Kodak de 6x6 convertiría en artesanía primero y en arte retratista después.
Enriqueta, la tercera de sus hijos, que administra el archivo de más de 80.000 negativos que Vieitez acuñó, evoca con una sonrisa los dineros que su padre hizo en la Costa Brava, cuando se lanzó a fotografiar turistas nórdicos, que pagaban por adelantado unos retratos que -no siempre- les eran reenviados a Escandinavia. En Palamós, el joven gallego fue muy feliz, tanto, que “él parecía siempre escindido entre su amor ideal hacia Cataluña y el que profesó siempre a su patria chica, Soutelo de Montes, adonde regresó muy pronto al enfermar su madre y de donde apenas ya saldría”, cuenta Enriqueta.
En su pueblo, del que sería concejal responsable del sistema hidráulico, mediados los años 50 del siglo XX, el avispado fotógrafo se dedicó a realizar las fotos de carné de identidad de sus vecinos, entonces requisito obligatorio para cada ciudadano. A bordo de una motocicleta Lambretta, trillaba la comarca De Montes y retrataba a cuantos vecinos se lo demandaban. Provisto de un evidente sentido comercial, Vieitez no solo realizaba las fotos de carné, también comenzó a retratar grupos familiares, así como bautizos, comuniones, sepelios y bodas, para las cuales dispuso de un Seat 1500 con el que recogía a los novios en sus casas, los trasladaba a la iglesia, los fotografiaba y los llevaba luego hasta el banquete nupcial.
La labor de Vieitez fue tan ingente que la cantidad de retratos por él realizados con extremo rigor y cuidada composición, todos ellos por encargo y con una disciplina prusiana hacia sus modelos, con el tiempo y la experiencia acuñada iría cobrando una calidad gráfica excepcional. Años después le sería ponderada por fotógrafos de la talla de Henry Cartier-Bresson, que incluyó una de sus placas en una exposición de proyección internacional. Amsterdam y París gozarían también de su mejor arte.
La clave del excepcional quehacer fotográfico de Virxilio Vieitez parece residir en la espontaneidad de sus modelos, las gentes campesinas y pueblerinas de Galicia, más precisamente de su patria chica pontevedresa, que en los primeros años del despliegue de la fotografía, a partir de 1958 y hasta los años 70 en que el color desplazó al blanco y negro, comparecían ante el objetivo de su cámara con una frescura presencial irrepetible que solo su pupila sabía captar sin desperdiciar un gramo de su singularidad.
Por el pequeño estudio donde imperaba su dictado, delante de un forillo en forma de sábana blanca, y posteriormente al aire libre, desfilarían familias enteras, grupos de amigos, recurrentes tríadas de mujeres –madre y dos hijas, abuela, hija y nieta, siempre enlutadas por la viudedad y por el letargo de las costumbre; sus rostros son hoy testimonios de aquella Galicia azotada por la emigración, escarnecida por la lejanía y yugulada por la pobreza, pero viva y latente, a veces incluso gozosa, en esas miradas de laboriosidad y astucia de sus gentes, en el chispazo infantil del ingenio o en la fuerza tesonera de sus mujeres y sus campesinos.
Virgilio Vieitez, fumador empedernido, locuaz, añorante, enamorado de la belleza y esclavo de la luz, con sus retratos y con el aura purísima de sus efigies, siempre dignas, consigue trascender los límites provincianos de un pueblito gallego. Y logra de manera desenvuelta proyectar su arte hacia un universo que encuentra en sus imágenes, desprovistas de todo otro ornato, la reverberación y el latido de una realidad humanizada por la mineral espontaneidad galaica y, también, por su magistral objetivo.
Virxilio Vieitez. Fotografía. Espacio Fundación Telefónica. Fuencarral, 3. Lunes a sábados de 120.00 a 20.00. Acceso libre.
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