Un himno para una crisis
Todas las victorias tienen su himno, pero también lo tienen las caídas en picado
Date una vuelta por el Raval y verás de lo que te hablo: la crisis es una despedida cool en un bar a tope. No hay vuelta de hoja, depende de los posibles: unos se van al extranjero y otros se van a la mierda. ¿Fue Tolstoi quién lo dijo? No es lo mismo un pobre parvenu que un pobre pata negra, es decir, que lleva siempre los mismos calcetines. Todo está en los libros (sobre todo en los de Bárcenas). Abre un Dickens (el autor, no el whisky) y ahí sale escrito que era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos. Eso es estructuralismo. La escritura siempre resulta profética porque nunca cambiamos. Ocurre hasta con los libros de Marx (los venden en las librerías, creo). Toma por ejemplo Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850y pasa el dedo en lectura digital por la línea que dice: “Desde ahora, dominarán los banqueros”. Sí, indignante. Pero antes de echarte a la calle lee donde pone que la burguesía sólo concede al proletariado una usurpación: la de la lucha. Es como en las novelas de espionaje, nunca sabe uno para quién trabaja.
Una persona en paro es un tren tirado en medio de la vía. ¿Por qué lo llamarán tren de vida si pasa volando? En realidad trabajamos todos para Walt Disney desde el principio de los tiempos. De eso trata la nueva ópera de Philip Glass, de un despedido de la factoría Disney que persigue como un psicópata a tío Walter, al hombre que se hizo a sí mismo, al americano perfecto. La novela en que se basa, El americano perfecto, de Peter Stephan Jungk, es un viaje alucinante al fondo de la mente del creador.
Todas las victorias tienen su himno, pero también lo tienen las caídas en picado. El himno de la Gran Depresión lo puso Walt Disney con una canción muy alegre. (Qué curioso, la novela, aunque se ha convertido en ópera, apenas trata el aspecto musical de Disney, se centra en los dibujos, y sin embargo de aquella factoría salían cada año canciones que calaban en la multitud como una tormenta cae sobre un par de novios, amar es mojarse). Pero para explicar esa historia, una de mis preferidas, hay que retroceder hasta 1933, el año del estreno de King Kong, otra película sobre la crisis (King Kong subiendo por el Empire es la versión trágica de Harold Lloyd descolgándose por la fachada de unos grandes almacenes diez años antes, cuando todo iba bien). Como todo americano multimillonario, Walt Disney fue un americano perfecto. Sometiendo los dibujos animados a la producción en cadena, siguió el modelo del patriota ideal: Henry Ford (cuando oigo la palabra patriota ya sé que alguien ha echado mano a su pistola). Pero en la factoría Disney, la especialización iba a elevarse a categoría. Hasta entonces los dibujos animados llevaban canciones libres de derechos, a menudo viejas melodías populares procedentes del vodevil, de los teatros. Fue tío Walt, su americana impasible, el humo de su cigarrillo Lucky retorciéndose como su ambición, quien empezó a meter melodías originales en cada uno de los cortometrajes.
En esas andaba cuando aterrizó en los estudios un muchacho recién llegado de Tijuana, donde había estado tocando el piano en bares de alterne y de donde se trajo como recuerdo su alcoholismo crónico y una propensión a mirar a un abismo lleno de culebras y de depresiones. Su nombre era Frank Churchill. Mostraba talento a raudales, y en una compañía que tenía terminantemente prohibidos los matrimonios entre empleados y empleadas se casó con la secretaria personal del americano perfecto; pero enseguida eso a ella le costó el trabajo (desde la época de los oráculos, que siempre se sacrifica a las mujeres). A los dos años de haber entrado en la empresa, Frank Churchill le dio a Disney su primer exitazo musical, el que iba a convertirse en el himno de la Gran Depresión: Quién teme al lobo feroz. Una melodía pegadiza, saltarina, que se balanceaba sin parar sobre una frase muy sencilla (la puso la letrista Ann Ronell cuando tenía 23 años, antes había sido amante de George Gershwin y dicen que su mejor canción, Willow Weep for Me, era un regalo secreto de éste).
Miles de americanos en paro sitiando la Casa Blanca, colas interminables de chaquetas rotas a la espera de un cucharón de algo caliente, vendedores de manzanas en cada esquina, las víctimas de la fábula de la zorra y las uvas de la ira..., cuánta gente con el cráneo taladrado por una musiquilla tan absurda como cualquier esperanza. Todas las derrotas tienen una canción que las cloroformiza (iba a poner que las dignifica, pero qué es la dignidad sino un pañuelo recién planchado empapado en cloroformo). Pasaron unos años y, entre trago y trago, Frank Churchill siguió procurándole éxitos a su amo. Cuando parecía que la crisis iba a alejarse como una tormenta de polvo, llegó la recesión de 1938. Entonces Disney estrenó su Blancanieves y la gente empezó a aprenderse en los cines otra canción del pianista, Silbando al trabajar, que animaba al personal a seguir picando duro, a trabajar como enanos.
La historia de Frank Churchill llega a su fin cuatro años más tarde. Ya ha bebido demasiado, ya ha mirado a la oscuridad más veces de las convenientes, ahora lleva varios días discutiendo con el tirano de Disney sobre la música para una película donde sale un cervatillo inocente en medio un incendio. Así es como se sienten los americanos en el corazón de la segunda guerra mundial. Entonces, solo en casa, Frank Churchill, que tiene 40 años de los de antes (cuando los años se cambiaban por días y no por teleseries) agarra un rifle y se pega un tiro en el corazón. Se lo encontrarán muerto en el sofá, junto al rifle, un rosario y una nota para su mujer donde le dice que ésa era la única manera que tenía de curarse. En el testamento, le ha dejado a su hija Corina sólo un dólar de herencia por no haber obedecido sus prédicas morales. Qué razón tenías, hermano, ningún himno vale más de un dólar.
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