Fabra mueve el banquillo
"Ya está en el tajo el remodelado y recortado equipo de gobierno, que algunos observadores han calificado de bajo perfil político"
Ha sido ahora y no antes cuando el presidente Alberto Fabra ha decidido renovar el Consell, con morrocotuda sorpresa de algunos de los cesados. Los políticos con mando en plaza suelen administrar su tiempo y decisiones con criterios muy a menudo inescrutables. En esta ocasión, y por lo que nos consta, el sigilo ha sido máximo, hasta el punto de que personajes de alto copete en el PP no se han enterado del cambio hasta que ha sido noticia. Como todo el mundo. Aunque la verdad sea dicha, tampoco había una gran expectación, más allá de la rareza que suponía prolongarle la vida a un gabinete chamuscado, cuando no achicharrado por sus servicios al campismo y la bancarrota financiera.
Pero ya está en el tajo el remodelado y recortado equipo de gobierno, que algunos observadores han calificado de bajo perfil político, lo que no es novedoso a la luz de sus predecesores, ni tampoco inhabilitador, a nuestro entender, para desarrollar las tareas que les conciernen como miembros de un gobierno que, carente de proyectos y de recursos materiales, ha de prodigarse en apacentar a los acreedores y seguir al pie de la letra las directrices que imparte Madrid o las que se decantan de la pobreza que nos atosiga. Todo, pues, resulta previsible a grandes rasgos.
Así, el consejero de Economía y Empleo, Máximo Buch, contemplará inerme, cual don Tancredo, cómo aumenta fatalmente el paro por estos pagos; el de Hacienda, Juan Carlos Moragues, a cambio de algún subsidio, marcará el paso que le señale el risueño ministro Cristóbal Montoro; la titular de Educación y Cultura, María José Catalá, le reirá las gracias a Ignacio Wert, ese ministro con ramalazos de morlaco y cara de chiste; el de Sanidad, Manuel Llombart, tratará de vendernos la moto de una sanidad pública ventajosamente gestionada con criterios privados; Isabel Bonig, en Territorio, habrá de resignarse a los desmanes cometidos y a la nula voluntad de enmendarlos, como acontece con las indulgencias otorgadas a las ilegalidades costeras; Asunción Sánchez Zaplana (¡uf!) bastante tendrá en sacudir las telarañas que han dejado en caja quienes gestionaron antes Bienestar Social, y, por último, el eminente Serafín Castellano, en la cartera de Justicia, andará absorbido por las vicisitudes procesales de la turba de cofrades empapelados por presunta corrupción. Por último, el molt honorable y su capataz, José Ciscar, buen avío tienen en hacer el paripé de que somos una autonomía y de que hay luz al final del tenebroso túnel.
El periodista Josep Ramoneda tiene escrito en su reciente y muy recomendable libro, La izquierda necesaria (RBA), que la desconfianza acerca de los gobernantes habría de ser una virtud democrática. Los valencianos tenemos sobrados motivos para ser virtuosos en este sentido, o sea, desconfiados, pues los gobiernos del PP nos han agravado la ruina y nos vienen tratando como súbditos. Ahora, y a raíz de esta crisis de gobierno que glosamos, el presidente tiene la oportunidad de ofrendarnos un indicio de que algo esencial está cambiando en el orden político. Bastaría por de pronto con restablecer sin demora la señal de TV3 en esta comunidad, que nos fue secuestrada con marchamo fascista hace un lustro. Lo exige la democracia y lo ampara el Tribunal Supremo. Asimismo sería confortante que eliminasen el sadismo con que están gestionando el conflicto laboral en RTVV. Además de mal pagadores, por herencia, no deberían optar también al título de mala gente.
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