La madeja fascinante de un partidazo
Rufus Wainwright conmociona con su catálogo de estilos musicales
Muy bueno ha de ser un concierto cuando sus teloneros son dos artistas de la talla de Teddy Thompson y Adam Cohen, ambos de linaje musical tan excelso como el cabeza de cartel. El de anoche en La Riviera lo fue. Divertido, sí. Pero, sobre todo, brillante, mayúsculo. Gozoso.
Por partes. El pelirrojo británico, retoño de Richard y Linda Thompson, exhibió una técnica guitarrística prodigiosa (la casta y el galgo) y, sobre todo, esa voz tan cálida como un baño de oro incandescente. Algunos de sus títulos, como Don’t know what I was thinking o In my arms, se acercan mucho a la canción perfecta. Y el hijo de Leonard, en formato de trío, entronca con esos nuevos cantautores yanquis (Amos Lee, Jesse Harris, John Gorka) de estribillos impolutos y reglamentarias segundas voces. Pero Adam resultó ser, además, tronchante: se burló de su rabino, bromeó sobre la química sexual con su guitarrista y George Michael, y terminó reivindicando ese peculiar parentesco con Rufus Wainwright. “Sé que es extraño que tenga un bebé con mi hermana [Lorca], pero es así”, presumió. Nuevos modelos de familia, los llaman.
Pero nosotros habíamos venido aquí a hablar de Rufus Wainwright, y lo del divo neoyorquino fue memorable desde el primer minuto, cuando, aún en penumbra, abordó Candles con las solas voces de una banda que no le acompaña, sino le arropa. Genio y figura, no descubrimos el inenarrable estampado de sus vaqueros ni esos zapatos con piezas incrustadas hasta Rashida, su homenaje a Ain’t nobody but me, de Supertramp. Pero los oropeles son solo parte del espectáculo, un envoltorio cómplice. Más allá de poses excéntricas, anillos gigantes o broches alados, Rufus posee una garganta estratosférica y un talento aún mayor para ese pop manierista con el que ha logrado un espacio intransferible.
“Voy a tocar mis éxitos de estadio”, se carcajeó ante una sala que no alcanzaba el lleno. En sus canciones suceden demasiadas cosas para los parámetros del pop, pero deshacer la madeja constituye un ejercicio fascinante: las raras progresiones armónicas, esas voces multiplicadas, la afectación casi de folclórica o un catálogo de estilos que abarca desde el country (Respectable dive) tango estrafalario (Cigarettes & chocolate milk), el aria disco-petarda (Perfect man) o un Everybody knows, de Leonard Cohen, reconvertido en rumba.
Rufus tiene madera de genio, pero maneja los hilos de la generosidad: cedió a Teddy Thompson y Krystle Warren sendos originales de su madre, Kate McGarrigle, e incluso reivindicó a papá, Loudon Wainwright III, con un One man guy que colocamos entre lo más hermoso del año. La fiesta final fue un desparrame: un ángel vigoréxico convocando a “Rufus Apolo”, dios griego bañado en purpurina, que cantaba sus dos piezas más mariquitas, Bitter tears y, claro, Gay messiah’ Su reciente marido, Jörn Weisbrodt, lo debió ver claro: Rufus es un partidazo.
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