Las rosas del desamor

El bailarín y ahora coreógrafo Amaury Lebrun (Lille, 1975) tiene cierta experiencia en cuerpo propio (estuvo años en la Compañía Nacional de Danza en los tiempos de Nacho Duato), de modo que inserta con correción los pasos en la música (que no la música en los pasos, como a veces pretende la modernidad actuante, subvirtiendo un principio de la ciencia coréutica). Así, las transiciones entre las escenas de baile propiamente dichas están hechas de humor (las pruebas de identidades a través de los cambios de ropa), silencio actoral (los frustrantes retos de miradas) y otros recursos no del todo afinados. El ejemplo más notorio es el uso del lenguaje de signos que se usa al principio. ¿Qué pasa con los que no leen esa modalidad de comunicación? O las poses congeladas a base de sucesivos y hasta excesivos oscuros generales. Las pantomimas comunicativas con el público también deben estilizarse, y la muy trillada idea de caminar sobre vasos de cristal aún funciona, aunque hubiéramos visto esa imagen ya en Verret o en Look; la música, bien inspirada, tiene ramalazos estilísticos de Aubry.

El material ha sido cosido a lo fino pero, aún así, da por momentos la sensación de que hay varias coreografías cortas antologadas bajo el grandilocuentemente expresivo título El canto del cuerpo, que hace pensar en Nietzsche y en Béjart, aunque aquí la estética y la propia materia va por otro lado. Se entiende que lo que canta es el movimiento, la onda expansiva del gesto armónico y que crea un dibujo. Lebrun tiene un rol-bisagra, incómodo a veces (se me escapa el significado del traje militar de camuflaje con banderita española incluida).

Este ensayo general con público es el previo a la representación en el Conservatorio Superior de Danza María de Ávila el próximo viernes 30.