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POP ELECTRÓNICO | The XX
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La posmodernidad en 75 prudentes minutos

El trío lleva sus bases electrónicas pero monocordes a La Riviera, donde llenan dos noches

Romy Madley y Oliver Sim en la actuación de The XX en La Riviera
Romy Madley y Oliver Sim en la actuación de The XX en La RivieraJUAN NAHARRO GIMÉNEZ

Los amigos de palabras como hipster o trendy, esos chavales que, después de un par de fines de semana en Londres, han dado un salto cualitativo en su inglés, están de enhorabuena. La banda encargada de ponerle música a la posmodernidad ya tiene nombre y, por supuesto, es minimalista (el nombre y la banda). El trío se denomina The XX, lo integran dos chicos y una chica con poco más de dos décadas en sus carnés de identidad y les han sobrado un par de álbumes (o incluso uno) para convertirse en objeto de veneración entre los rastreadores de nuevas tendencias: el Mercury Prize al mejor disco británico de la temporada, canciones para anuncios, encargos ilustres. Y dos noches consecutivas en La Riviera con todo el papel finiquitado desde semanas atrás. Una cita presuntamente ineludible.

A Romy Madley Croft, Oliver Sim y Jamie Smith se les toma por unos tipos intimistas y oscuros, pero quizás podemos afinar más la definición: son taciturnos. No ya porque vistan enteramente de negro o solo iluminen el escenario desde el fondo, lo que genera una atmósfera tenebrosa y espectral, sino porque ellos mismos parecen habitar un mundo absorto, ensimismado. No sabemos muy bien el motivo, y quizás en eso mismo radique el encanto. Y a veces, también, la irritación.

Después del séptimo tema de la noche, Basic space, Sim se acercó al micrófono y agradeció durante diez segundos al público su asistencia. A continuación, con la misma voz monótona y abducida con la que había saludado, rompió a interpretar Missing. Fue el único momento de comunicación con el auditorio que se produjo en toda la noche, pero debemos computarlo como válido: entre los tres no se intercambiaron una triste sílaba. El timbre de ella, por lo demás, tampoco desata la euforia. Romy canta como si Tracey Thorn, la chica de Everything But The Girl, estuviera afligidísima y necesitada de terapia urgente en la Jiménez Díaz.

Las bases electrónicas de Jamie XX —una nebulosa en segunda fila del escenario— invitan a un balanceo algo entrecortado y en cámara lenta. El trío londinense no sirve para bailar pegados, sino, en todo caso, estimulados. De la forma que, previamente, cada cual considere más efectiva para flotar un poco.

El resultado tiene su originalidad, lo que siempre excita la proliferación de epítetos en el New Musical Express, pero se antoja, más que nada, mortecino. Las guitarras etéreas de Croft remiten a The Durruti Column, la nocturnidad les acerca a Echo & The Bunnymen o los primeros The Cure y ellos mismos se admiten atraídos por la languidez de Sade, aquella baladista nigeriana que triunfó en los ochenta. Son ingredientes sustanciosos, pero la mezcla resulta monocorde. Nada distingue el segundo disco de su antecesor y casi nadie salió del letargo hasta el tramo final, con VCR, Islands (la que le gusta a Shakira) y la lisérgica Infinity. Mientras tanto, animadas charlas entre vecinos, intercambios de guasaps y reconocimiento a la sabia decisión de que el concierto no se prolongase más allá de unos prudentes 75 minutos. Podemos ser posmodernos, sí, pero el muermo siempre hay que dosificarlo.

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