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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Claroscuro autonómico

"La reforma posible no puede ser recentralizadora ni federal, solo cabe la senda autonómica"

Los aniversarios son momentos para el balance, para volver la vista atrás y hacer recuento de los aciertos y de los errores. Se han cumplido este año 30 desde la aprobación del primer Estatuto de la Comunidad Valenciana, y lo celebramos en un ambiente de intenso debate y no menos confusión en torno al Estado autonómico. El balance nos exige hacer memoria de los objetivos que se pretendieron con la creación de las Comunidades Autónomas y ponerlos en contraste con la realidad actual. Es innegable que en su origen estuvo la pretensión de dar cauce a las aspiraciones de las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas y, desde esta perspectiva, los resultados aparentan ser menos que pobres. Pero también se quiso entonces articular políticamente la enorme diversidad de España, acercar los centros de decisión y aproximar las administraciones a quienes son sus destinatarios, los ciudadanos. Lo conseguido desde este segundo punto de vista es, sin duda alguna, mucho más satisfactorio.

Aun con sus innegables éxitos, el proceso autonómico se encuentra agotado, política y económicamente. Su carácter abierto y flexible ha terminado por chocar con las pretensiones de quienes creyeron ver en ese constitucionalismo blando un campo sin límites donde dejar correr sus aspiraciones. La sentencia constitucional a propósito del nuevo Estatuto catalán trajo consigo un final apresurado e imprevisto de las reformas estatutarias que no se habían completado aun, y dejó un mapa de normas inacabado que añade complejidad y debilita aun más la coherencia del conjunto. La sentencia significó de algún modo el cierre del modelo pero lo hizo dejando una situación que apenas satisface a nadie. Por otro lado, cualquier sistema de distribución de responsabilidades políticas sirve solo en tanto que va acompañado de los recursos económicos suficientes para ejercerlas. Por eso, la situación económica ha tenido inmediatas consecuencias también en la política territorial. La crisis está obligando a evaluar la racionalidad del modelo, su sostenibilidad, y eso implica revisar duplicidades e ineficiencias, evaluar su financiación y repensar los niveles de gasto público alcanzados.

Ya no parece posible —ni resultaría deseable, en mi opinión— continuar con reformas puntuales o avances parciales. La experiencia es ya suficiente para evaluar logros y carencias, y así poder hacer ya lo que no fue posible en 1978: definir constitucionalmente el modelo. Llevar a la Carta Magna las características fundamentales del Estado autonómico sería un notabilísimo avance que le daría una gran estabilidad y fortaleza. Posiblemente no sea una urgencia, pero si no se comienza a trabajar políticamente en esa vía nunca será posible madurar un acuerdo. Pero una propuesta de reforma constitucional solo puede formularse como una sincera invitación al diálogo, como una oferta de consenso hacia quienes la deben suscribir.

En este contexto, la retórica federalista del partido socialista confunde más que aclara, tanto porque no va dirigida a quien necesariamente es su interlocutor, el Partido Popular, como porque es un comodín retórico en manos de oportunistas. Fue un impulso federalista el que llevó en 1980 a forzar el acceso de Andalucía a su autogobierno por la vía prevista para las comunidades históricas, como federal también debió ser el criterio que permitió la aprobación de las leyes orgánicas de transferencia que asimilaron en 1982 las competencias de la Comunidad Valenciana y de las Islas Canarias a las de País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía. Más federalizante parece, sin embargo, el sustrato de los Pactos Autonómicos de 1992, firmados por PP y PSOE, y en los que se optó por la generalización y homogeneización de las responsabilidades de todas las Comunidades Autónomas, un acuerdo que se materializó bajo los gobiernos de José María Aznar.

Pero penas había comenzado a estar vigente ese esquema de uniforme e intensa descentralización y ya se comenzó a escuchar que el nuevo objetivo se llamaba federalismo asimétrico. Esa deriva de origen catalán la intentó resolver el partido socialista con su solemne Declaración de Santillana, en 2003. Allí no se mencionaba la palabra federal sino que se hacía una propuesta para el “perfeccionamiento del Estado autonómico” que pasaba por la reforma constitucional del Senado, la institucionalización de la Conferencia de Presidentes, la mejora de los mecanismos de participación de las Comunidades en la Unión Europea y, por último, las reformas estatutarias a las que se exigía su “impecable adecuación a la Constitución”. Pero las cosas no discurrieron así. “La Constitución no reconoce otra que la nación española” tuvo que sentenciar el Tribunal Constitucional con sencilla claridad y rotundidad, denunciando así los excesos del nuevo Estatuto de Cataluña que apoyaron los socialistas. Y esa es la clave para entender de qué discutimos cuando de nuevo hablamos ahora de federalismo.

Las reformas constitucionales son el reflejo de la vitalidad de una nación, la muestra de su capacidad de actualizar sus pactos constituyentes. La reforma constitucional posible no puede ser recentralizadora ni federal, sólo puede discurrir por la senda autonómica que con acierto se tomó para emprender la más larga etapa democrática de nuestra historia. Si alguien pretendiese retomar un camino ya frustrado, atribuyendo la soberanía originaria a otras naciones distintas de la española, está claro que jamás alcanzaría el acuerdo necesario para hacerlo. Pero muy posiblemente si nos sentásemos a dialogar sobre el perfeccionamiento del Estado autonómico mediante la utilización de instrumentos federales ya ensayados con éxito en otros países, el margen para el encuentro podría hallarse.

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Gabriel Elorriaga es diputado en el Congreso por el PP.

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