Fuerzas de la naturaleza

Dos mujeres vestidas sobriamente con traje oscuro (entre azafata y masculino); delgadas, entrenadas en el gesto, maduras y muy hechas al rigor escénico. Por momentos quieren tocar un humor de perfume absurdo, pero son mejores todavía cuando se entregan al movimiento, que en ellas es organicista, desinhibido y elástico. Parafraseando a la poeta Muriel Rukeyser, resulta "un esfuerzo de conversación entre dos personas": una come pipas, la otra discursea. Tienen fluidez y el trabajo denota estar muy ensayado en la fase actoral, probable mérito del director escénico o de la intuición bregada de ellas mismas, y así pasan de la onomatopeya al insulto.

Pueden ser dos mujeres desflorando los rituales de su intimidad (la escena está sintéticamente ambientada en un marco doméstico estándar: sofá, lámpara de pie, libros que se consultan frenéticamente, por desesperación).

La feliz y poética idea de los trajes de papel -y palabras garabateadas- da lugar a la mejor escena, el clímax que vale toda la obra y donde ellas luchan con sus demonios, piden silencio para proceder después a dos maneras de destrucción en paralelo: una quema su vestido; la otra lo trocea y lo reparte. Una quiere dejar algo de memoria en los demás; la otra busca consumación, van hacia un poseído estado de calma residual o tregua donde la música ironiza. Tanto a Paloma como a Isabel no se les deben escatimar elogios por este trabajo singular que deja huella, que marca al espectador con un montón de imágenes potentes y agresivas que devuelven al cotidiano mundo de las apariencias otra cara de la moneda.