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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Trátame como a una extraña

La ciudadanía periurbana que este martes tomó la ciudad no debería ser reducida a un ‘souvenir’

Mercè Ibarz

Me sumo a la manifestación de este martes como puedo en lo alto del paseo de Gràcia y mientras resisto lo apretado del asunto voy advirtiendo las caras de mis acompañantes. Esta que ya es la mani más grande de las tantas que ha visto Barcelona está llena de familias, algunas con sus bebés en cochecito, otras con adolescentes, mucho agrupamiento intergeneracional. Los niños se cansan de esta superlativa lata de sardinas y se sientan en el suelo, a riesgo de cualquier cosa. Un riesgo que no sucederá, los parientes los protegen y los demás nos aguantamos, todo sea por el futuro.

La marcha no avanza y me agobio, me desplazo no siempre pacientemente hacia el centro de la Diagonal y luego hasta Pau Claris. Qué raro salirse de la mani en 20 minutos, pero hay que respirar y, por lo que veré, seremos muchos los que la seguiremos por las calles adyacentes, esta mani irradia. Desde lo alto de Claris, el plano inclinado barcelonés, esa suave pendiente hacia el mar, permite ver ya, a las seis de la tarde, que hay un montón de gente. Los amigos comentamos la jugada, nos hemos perdido y recuperado después de varias llamadas de conexión imposible a causa de la saturación de la cobertura. Es una manifestación interclasista, pero ¿hasta qué punto? Mi impresión más fuerte es que Cataluña ha tomado la ciudad, que los barceloneses somos relativamente pocos, si es que se puede decir algo así de una suma humana que, más tarde, sabremos que ha reunido a millón y medio de ciudadanos. La ciudadanía no depende de esa inútil dicotomía entre pueblo y ciudad, lo ciudadano es lo civil, esa sociedad civil que aquí está, curiosamente pidiendo, la gran mayoría de ella, un Estado, esa institución que a menudo se constituye precisamente para acallar a la sociedad civil. Pero bueno, de lo que hablamos es de si todos los que estamos somos clases medias o qué. No llegamos a ninguna conclusión porque nos cuesta saber qué es lo que nosotros mismos somos.

Tantas voces dirán que a ver si los políticos se hacen cargo de lo que ha sucedido en la calle este martes

Mientras mis amigos siguen debatiendo matices vitales y cómo pueden ser advertidos, o no, en la manifestación, me fijo en las ropas de la gente, en la de los demás y en la mía. El uniforme general solo distingue edades y géneros, no sirve para demasiado más. Que no hay en la mani ricos ricos (¿alta burguesía? ¿burguesía financiera?, ¿cuál es la etiqueta social que les corresponde?) no es motivo de análisis, no espera una encontrarse aquí sus vestidos y sus caras. Pero poco distingue lo distinto hoy aquí. Lo distinto, lo plural, estas maneras ecuménicas de hablar de la sociedad, de nosotros.

La relación de la capital con su ciudadanía es ambigua, mucho. Las gentes, tantas, han regresado a sus lugares de origen y de residencia tras haber puesto Barcelona en el mapa de los sensores contemporáneos que más o menos indican cómo va a salir Europa de esta larga crisis. Tantas voces dirán que a ver si los políticos se hacen cargo de lo que ha sucedido en la calle este martes, pero puede que no se hable demasiado de los catalanes que han iluminado este 11-S Barcelona y qué significa eso. ¿Un souvenir? Lo que me conduce a la exposición del fotógrafo Martin Parr del mismo título, que todavía puede verse en el CCCB y que les recomiendo. Nacido en los cincuenta en Bristol, este hombre retrata turistas al tiempo que nos dice que es uno más. Se interroga y nos interroga sobre la importancia del recuerdo de masas, el más tópico y el más barato, la vieja profecía del low cost de hoy, el más kitsch, o sea el más cursi y chabacano. De nuestra vida, vaya. De La Rambla, la Sagrada Familia, el parque Güell. Una industria que no conoce crisis. Respecto de la ciudadanía periurbana que este martes ha manifestado a su capital que debe y puede contar con ella, el souvenir de la jornada no debería ser reducido a foto cursi, en fin, me parece a mí.

Terminamos la mani en uno de los escasos bares abiertos. “Tendría que haber muchas más diades”, sonrió el camarero. La conversación con mis amigos derivó en el protocolo y la cortesía que las parejas que se separan deberían (¿deberíamos?) sostener. “Trátame como a una extraña”, dijo mi amiga más sutil, “así se aseguran las maneras civilizadas”. Y clausuramos con esta aspiración nuestras meditaciones en una emergencia, por decirlo a la manera del libro a menudo citado en una reputada serie televisiva.

Mercè Ibarz es escritora.

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