La bella durmiente
Contento debe de estar Rajoy, al que Galicia puede ahorrarle algún quebradero de cabeza
Hace ya mucho tiempo que tenemos la sospecha que estos señores que adelantan las elecciones pueden perfectamente volver a ganarlas pero también de paso aburrir a las ovejas. El tedio es enemigo mortal de la política, aunque bien administrado puede ser una poderosa anestesia como bien sabe Núñez Feijóo. Y en este país donde habita la bella durmiente, Galicia, el 21 de octubre tampoco invita a pensar que vayan a levantarse las almas muertas para participar en ningún comicio ni que nadie posea la fórmula o conjuro magistral para desbaratar la apuesta conservadora. O sea que arrellánense en sus butacas que prosigue el adagio de los recortes y la desunión de la orquesta.
Da que pensar que sea ese el triste sino que embarga un periodo que debe estudiarse en clave narcótica. Después de desactivar el peligro frentista, al que ha consagrado gran parte del gobierno, después de seguir amolando con la ruina de la izquierda y los ladrones del supermercado, después de recuperar el Códice Calixtino, después de malcasar las cajas de ahorros y de pedir la mano de Oza y de Cesuras, ya se oye el trombón de Baltar en las carreteras comarcales y el Santo dos Croques echa a andar de nuevo por las corredoiras en busca de ese voto cautivo que es como las preferentes de la banca explicadas a los niños de parvulario. Donde vas tolo, donde van todos.
Contento debe de estar Rajoy, al que Galicia puede ahorrarle, casi sin moverse de Palacio, algún que otro quebradero de cabeza, aunque de eso no sufre que se sepa el de Pontevedra, habida cuenta que esa misma domingo la fanfarria soberanista puede tocar a rebato en las provincias vascas poniendo inevitablemente la proa hacia un proyecto independentista que marcha con la tenacidad de un concurso de levantadores de piedras.
En la despedida de ese gallego agrario y generoso que fue el maestro Pousa Antelo se palpaba, más allá de la devoción que seguimos conservando por el duelo, la nostalgia por la semilla luminosa, inteligente y heterodoxa que Castelao y los hombres de aquel tiempo republicano esparcieron por los campos de la servidumbre. Y esa melancolía por la memoria y el exilio, por aquel rumbo xacabeo-jacobino, asalta de nuevo este tiempo en el que la política y sus diputados han poco menos que desahuciado una posibilidad entre muchas de ser una Galicia reconciliada y distinta: siguen aquí y allá los impedimentos, siguen aquí y allá los anestesistas consagrados al arte de adormecer el entusiasmo, de no saber qué hacer con el legado, de no hallar una salida al laberinto ominoso de las señas de identidad. Y todo favorece a los de siempre, aquellos contables oscuros, que han estudiado en una escuela de agrimensores distinta a la de Pousa Antelo: los agrimensores de Kafka, los que miden eternamente la misma propiedad.
Tiempos aquellos también de la Galicia Caníbal en la que nos reíamos y disfrutábamos del exabrupto, en las que explotábamos el caladero de la regueifa y el amor libre por nuestro santoral, en la que armábamos un molotov sin violencia. Tiempos aquellos en los que parecíamos sonrientes ante la gran crisis industrial y amasábamos con óxido y salitre canciones y poemas urgentes. Hoy todo el mundo parece a salvo en su blogosfera, en su paraguas de pequeñas siglas, en su parroquia conectada por ADSL a otras parroquias. Hoy todo el mundo tienen bastante en confesarse ante su botellín estrella mientras vamos de camino a la romería más triste: la de la globalización sin paliativos, la de la depresión sin antidepresivos.
Todo o nada de esto tiene que ver con ese adelanto, que no es despertador sino campanario que anuncia la hora de recoger el rebaño. Las badaladas anuncian unas pompas fúnebres al estilo moderno: un tanatorio con máquinas de café y refrescos y unos aplausos a la salida en hombros del finado. Contadas las papeletas, verificado el recuento, el portavoz dirá una vez más aquello de que ganó la democracia.
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