Esto de los toros
Ahora que la prima de riesgo parece darnos un respiro, volvemos a los toros. Es éste un asunto cuya recurrencia no sé si le da la razón a Ortega, pero ahora mismo es evidente que en él cristalizan algunos motivos claves para entender la España moderna. Diré de entrada que las corridas de toros me dejan indiferente. Y añadiré que no siempre ha sido así, y que mi actitud hacia ellas refleja, de alguna manera, el proceso de evolución que he experimentado, un proceso más cultural, en sentido amplio, que estrictamente ideológico. En mi infancia y adolescencia, las corridas formaban parte de un mundo no cuestionado, y acudí a varias en compañía de mi padre en el viejo Chofre. He de confesar que me gustaban y que, no siendo una persona cruel —no lo soy; puedo tener otros defectos pero no ése— jamás sentí con el animal, esto es, esa crueldad hacia él que ahora tanto se destaca. Temía por el torero, y lo que me atraía del festejo no eran, por lo que puedo recordar, sus honduras metafísicas, sino… ¡vaya!, tal vez sea debido al poder de la escritura, pero lo que acabo de experimentar es una helada melancolía.
Hay también una foto con mi padre, siendo yo niño, en la grada de una plaza desmontable en mi localidad natal, Zumaia. Guardo un vago recuerdo de aquel día, tal vez alterado por la fantasía de la memoria, como de un día extraordinario en el que la localidad se engalanó con motivos taurinos y, aunque nunca he intentado contrastarlo, tengo la idea de que todo aquello tenía algo que ver con Juan Belmonte. Tal vez se conmemoraba otra corrida, en la que sí habría participado el diestro, al que la localidad le ha dedicado una calle —como también a Ortega, por cierto— y del que guarda un buen recuerdo, no sé si como torero, pero sí como benefactor. Todo eso, sin embargo, era antes; además no mantuve la afición, y los años han provocado un desplazamiento… hacia el animal. La última vez que acudí, años después, a una corrida ya no disfruté y sí sentí al animal. Creo que la diferencia clave entre mi experiencia previa y esta última residió en que ya no pude apreciar el valor del toreo, de todo aquello que anteriormente había tapado lo que ahora percibía como una agonía penosa. Y el factor determinante del cambio, les puedo asegurar, no era ideológico.
En EL PAÍS se han publicado recientemente dos artículos extraordinarios sobre el toreo. El de Rafael Sánchez Ferlosio concluía de forma tajante que rechazaba las corridas “no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”. El de Mario Vargas Llosa, entre otros motivos, aducía a favor el que las corridas nos hacen presentir “la boca de la sombra”. Uno y otro recurrían, creo, a motivos culturales. Ferlosio, a lo incomprensible de las formas, a esa que él denomina “españolez” ya rancia para nuestros actuales hábitos culturales; Vargas Llosa, a la profundidad de una experiencia que sólo puede ser, y empieza a serlo, minoritaria. Un debate que aún no ha terminado.
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