En la fosa común
Aparte de mendigos los primeros inquilinos de la tumba fueron los anarquistas
La pobreza y la derrota no se acaban con la vida, perduran en el tiempo. Junto a aquellos que pueden costearse un enterramiento digno, están los que la fortuna o las circunstancias políticas dejan a la intemperie. Para todos ellos fueron creadas las fosas comunes, donde iban a parar en indiferente mezcolanza los parias sucesivos de nuestra sociedad.
La fosa había estado situada en lo que hoy es la plaza Sant Felip Neri, en el llamado cementerio de la Seo, donde se enterraba a los ajusticiados y a los verdugos de Barcelona. Allí descansó el verdugo titular durante el sitio de 1714, ahorcado por saquear una casa abandonada. Le ejecutó su propio ayudante, que le dio las gracias por patrocinarle en el escalafón. Pero en 1882, con la inauguración del camposanto del Sudoeste se comenzó a plantear la apertura de un gran espacio para acoger a los pobres de solemnidad y a los suicidas que la Iglesia impedía sepultar en tierra sagrada. En 1893 se abría la fosa de Montjuïc en lo que había sido una antigua cantera. La existencia de esta última morada para pobres muy pronto suscitó las quejas de los vecinos de Can Tunis, que en 1901 denunciaban la excesiva cercanía de las tumbas a sus casas. Sin embargo, el alto número de indigentes hizo que entre 1897 y 1900 se cerraran las otras fosas comunes que quedaban (incluyendo la del hospital de la Santa Creu, hoy plaza del doctor Fleming), y se centralizasen aquí.
Aparte de mendigos y cadáveres a quienes no se pudo identificar, los primeros inquilinos de la fosa fueron los anarquistas ejecutados por su lucha contra el poder, en el período de las bombas Orsini. En 1894, Bernat, Codina y Cerezuela —tres de los seis agarrotados por el atentado de la Gran Vía— acabaron en este lugar. Ese mismo año también se enterraba a Santiago Salvador, autor de la famosa bomba del Liceo. Aunque el personaje más conocido de los aquí depositados es Francisco Ferrer i Guàrdia, fusilado en el cercano castillo.
Como era costumbre, muchos de los delincuentes que sufrieron garrote vil fueron llevados a la fosa común. Ese sería el caso de Isidro Mompart, Aniceto Peinador, Antonio Amat, la envenenadora Rosa Boix o el falso terrorista Joan Rull, más conocido como el Cojo de Sants. También acabó aquí Enriqueta Martí, la célebre vampira del Raval. Aunque el caso más dramático tuvo por protagonistas a los amantes que en 1890 cometieron el llamado crimen de la Boquería, separados hasta en la muerte. A él le costeó un nicho su familia, mientras que ella acabó bajo una tumba anónima.
Otro de los colectivos que habitaron este espacio fueron los personajes peculiares que poblaban La Rambla. Como el violinista ciego Antonet que recorría incansable las placitas del Raval y el barrio Gótico, el popular I-era-bó —un enajenado que recorría el paseo repitiendo esta misma frase—, o Amalia la Boja, que asaltaba a los transeúntes ofreciéndoles revelar dónde había un muerto a cambio de 50 céntimos. También se inhumaron muchos soldados desconocidos que regresaron moribundos de la guerra de Cuba. O el autentico promotor de la Exposición de 1888 —Eugenio Rufino Serrano de Casanova—, que murió en la indigencia. El propio Antoni Gaudí estuvo a punto de ser enterrado aquí.
Entre 1922 y 1927 el camposanto llegó a su máxima capacidad, obligando a traer tierra de otras partes de la montaña para cubrir los cuerpos. Entonces era un sitio sórdido y triste, donde entre la tierra removida afloraban huesos, trozos de ataúd, ramos de flores hechos de ganchillo o de metal, y crucecitas de madera. Durante la Guerra Civil fue morada para muchas víctimas de la represión republicana y muertos anónimos de los bombardeos franquistas. No obstante, su máximo periodo de actividad fue durante la posguerra, con los 1.717 fusilados en el campo de la Bota entre 1939 y 1952. También acoge al presidente Lluís Companys o al capitán Pablo de la Torrienta, un brigadista internacional cubano, amigo del poeta Miguel Hernández, que no pudo ser repatriado a su país. Incluso se sospecha que podrían estar los restos de Buenaventura Durruti y de Francisco Ascaso, cuyas sepulturas están vacías desde la posguerra.
En 1980 se hizo la última inhumación y cinco años después el espacio fue remodelado por la arquitecta municipal Beth Galí. A la entrada se instaló un memorial a los ejecutados por el franquismo, y dentro se erigió la tumba de Companys y un monumento a las víctimas de los campos de concentración nazis. Bajo un gran desgarro en la montaña, ahora cubierto de césped, la fosa común sigue albergando una parte importante de la historia de Barcelona.
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