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OPINIÓN

El gran fraude

El modelo social europeo es para sus enemigos una anomalía del capitalismo que hay que demoler

El nuevo programa económico del Gobierno, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado viernes, no se limita a introducir medidas que no constaban en el programa electoral del PP, sino que se trata de una enmienda de totalidad al proyecto con el que el partido gobernante se presentó a las últimas elecciones generales. Estamos, pues, ante un fraude electoral en toda regla, perpetrado con premeditación y alevosía. El cambio político radical que se acaba de producir no invalida legalmente el resultado electoral, pero lo inhabilita desde el punto de vista moral y democrático. Por eso se hace imprescindible que el nuevo programa de gobierno sea sometido a una consulta popular (elecciones o referéndum) que le otorgue la legitimidad democrática de la que carece. Y ese pronunciamiento popular es todavía más necesario si se considera que no estamos ante un proyecto para superar la crisis, sino ante una opción ideológica que, aprovechando aquella, pretende cambiar nuestro modelo social por decreto. Sobre esto no existe la menor duda.

Fruto de una larga historia, todavía podemos identificar en Europa, aunque no sé por cuánto tiempo, un modelo social basado en el compromiso capital-trabajo y en la intervención del Estado como principal garante de la cohesión social. Y es precisamente ese modelo, que sus encarnizados enemigos califican de anomalía europea del capitalismo, lo que se proponen demoler. Y si triunfaran en sus propósitos no tendrían más clemencia de la que tuvo Escipión el Africano con Cartago. Naturalmente, los estrategas que dirigen las operaciones han elegido los eslabones débiles de la cadena (Grecia, Portugal, Irlanda y ahora España e Italia) para asegurar que sus inequívocas aspiraciones culminen con el éxito.

Aunque la crisis actual represente una oportunidad de oro para aquellos que quieren liquidar el Estado Social, el proyecto viene de muy lejos y tiene numerosos antecedentes tanto políticos como teóricos. En efecto, después de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo vivió 30 años de crecimiento regular en un clima de sorprendente estabilidad y progreso social. Ello fue debido a que fueron respetadas las tres grandes regulaciones existentes en todos los países desarrollados. La de Keynes (utilización de las finanzas públicas para amortiguar las oscilaciones del sistema). La de Berveridge (asegurar la protección social). Y la de Henry Ford (salarios altos para asegurar el consumo). Entonces se produjo un acontecimiento intelectual inaudito. Un grupo de profesores de Chicago, encabezados por Milton Friedman, elaboró una nueva doctrina según la cual el mundo, tras milenios de pobreza, era por fin rico. Según Friedman y sus seguidores, ello se debía a que se había inventado un motor eficaz, el capitalismo, y un potente carburante, el beneficio. Y cuanto más beneficio se consiguiese, mayores serían los logros del sistema. Librémonos, pues, de los impuestos, de los obstáculos que para el mercado representan los servicios públicos y la Seguridad Social, y de las múltiples reglas que limitan el beneficio acumulado de las empresas. Sea cual sea la actividad en cuestión, el equilibrio alcanzado por el mercado es el mejor posible y cualquier intervención pública solo puede deteriorarlo. Este es el núcleo duro del discurso de Friedman y de las actuales teorías neoliberales.

Esta filosofía simplista logró la rápida adhesión de los patronos de la economía y las finanzas y posteriormente de las grandes fuerzas políticas y los Gobiernos de Norteamérica, Europa, Japón y otros países asiáticos. Treinta años después, las regulaciones han desaparecido, los ricos se han enriquecido todavía más, las desigualdades se han disparado tanto entre países como en el interior de cada país, la pobreza masiva ha reaparecido en las naciones desarrolladas, la protección social se erosiona en todas partes, los servicios públicos están amenazados y el sistema se ha vuelto inestable y ha registrado numerosas crisis en los últimos años, hasta desembocar en la crisis generalizada que vivimos hoy.

Tal es el legado de las políticas neoliberales que los grandes poderes económicos y financieros, de carácter global y origen no democrático, contraponen a nuestro modelo social, con el fin de extender el suyo al conjunto del planeta. Por eso es conveniente no perder de vista que todo lo que está sucediendo en España —y en otros países europeos— tiene una relación directa con la confrontación entre esos dos modelos. Desde luego, la izquierda no debería olvidarlo. Pero Merkel y sus epígonos, Rajoy y Feijóo incluidos, no harían mal en recordar las reflexiones del expresidente de la República Española: “El mayor desastre que puede cometerse en la acción es conducirla como si se tuviese la omnipotencia en la mano y la eternidad por delante. Todo es limitado, temporal, a la medida del hombre. Nada lo es tanto como el poder”. (Manuel Azaña, La velada en Benicarló). Así sea.

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