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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Signos en rojo

El primer partido de fútbol que he visto entero en mi vida fue la final del Mundial de Suráfrica. No soy aficionada a ese deporte pero pensé que ese encuentro tenía, en su escala, la textura de lo histórico y no quise perdérmelo. Esta última final de la Eurocopa también la he visto casi entera y por razones parecidas. Había oído que ningún equipo había conseguido jamás hacer el triplete Eurocopa-Mundial-Eurocopa y quise ver —para conjurar de algún modo la monotonía trágica de la actualidad— si se representaba lo extraordinario. Y lo extraordinario se hizo y yo me alegré del, por otro lado merecido, triunfo de España.

Triunfo que ha dado para muchos comentarios no sólo deportivos. Se trata de una de esas noticias-imán que atraen en torno a sí partículas de otros debates que flotan en el ambiente de lo público. Entre nosotros, la atracción ha sido mayormente identitaria, lo que no podemos colocar en el terreno de la novedad ni de lo extraordinario. Y así se ha hablado de si es posible ser abertzale y alegrarse de la victoria de España. Y también de las celebraciones de los seguidores de La Roja en las calles de Euskadi tras el partido; para algunos mucho menos importantes o evidentes que en otros lugares del país.

Si se puede compaginar el ser abertzale con la alegría por La Roja, no sabría decirlo, conociendo sólo una mitad del enunciado. Lo que sí sé, es que me resulta mucho más apetecible el modelo de una sociedad de individuos originales, porosos a las sorpresas de la vida; dispuestos al descubrimiento de(l) otro dentro de sí mismos. De ciudadanos, en fin, que se resisten a la idea de que la identidad es una plantilla que debe conformarnos y uniformizarnos a todos, y que se nos puede diseñar e imponer desde fuera.

La cuestión de las manifestaciones exteriores de alegría me parece particularmente importante. Porque la calle es el territorio común y, por eso, cómo se ocupa, un signo de la calidad y de la naturalidad democráticas. Y en Euskadi las calles han estado durante mucho tiempo colonizadas, al amparo de la presión amedrentadora del terrorismo, por sólo una parte del sentir y del pensar político de la sociedad vasca. Poco a poco esta situación está cambiando, abriéndose a ocupaciones más plurales y desinhibidas del espacio público. Pero aún queda mucha tarea espacial por hacer. Lo esencial no me parece si han sido muchos o pocos los seguidores de la roja en las calles de Euskadi, sino si se han sentido libres de ocupar ese espacio común; y cómo de libres se han sentido; y si han albergado algún temor; si ese temor está aún justificado, si explica que gente que hubiera salido a festejar no lo haya hecho. Creo que éstas deben ser las preocupaciones del debate democrático; y resolverlas —no más apropiación por unos de lo común, no más presión de unos sentimientos de pertenencia sobre otros, no más inhibiciones ni temor— su hoja de ruta, los signos en rojo de su itinerario.

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