Una gran ciudad (con los pies de barro)
El trabajo artístico de Lara Almarcegui pone al descubierto los lugares donde se instala la memoria de la capital y algunos de sus secretos: todo es arcilla y agua bajo sus pies
Si las ciudades tuvieran subconsciente sería en un lugar profundo. Si tuvieran memoria estaría alojada en un sitio hondo, protegida. Para hurgar en los recuerdos, los olvidos y los secretos de una urbe habría que escavar, perforar el suelo, adentrarse en sus pasadizos subterráneos y localizar sus conexiones, sus sinapsis, y entonces, quizás, podríamos descubrir que, tras esa apariencia externa con la que se nos presenta cada día, existe otra. Otra ciudad. Hay un Madrid subterráneo.
Tiene elefantes, meteoritos, búnkers, calabozos, fuentes, pozos de nieve… Adentrarse en las profundidades de la ciudad es algo así como formar parte de la iniciativa Dharma en la isla de la serie Lost.
Lo ha descubierto Lara Almarcegui (Zaragoza, 1972), una mujer con cara de niña que parece que nunca se cansó de jugar con la pala y el cubo y lleva media vida haciendo zanjas, preservando descampados, poniendo en valor los espacios y los huecos de las ciudades.
Ahora, ha venido desde Rotterdam (Holanda), donde vive habitualmente, para presentar su trabajo, Madrid subterráneo, una guía de los túneles y canalizaciones, en el Centro de Arte 2 de Mayo (CA2M) de Móstoles, como parte de las exposiciones de PhotoEspaña 2012.
A veces, el subconsciente juega malas pasadas. Ocurrió el 11 de abril de 1976, a la altura del número 14 de la Calle León (Antón Martín). A Nicolás Almoguera Díaz, de 64 años, se lo tragó la tierra al salir de su casa. Cayó 12 metros para abajo y tardaron 37 horas y media en recuperar su cuerpo. “Rescatado el cadáver de un hombre sepultado en un socavón de Madrid”, rezaba el titular de la página 65 del diario ABC al día siguiente.
Al parecer, la rotura de una de las conducciones del Canal de Isabel II, provocó otra, la del gas que, a su vez, provocó una tercera, la de las aguas residuales. El suceso dejó al descubierto un corte de la ciudad que nunca se ve, su negativo invertido. Y también recordó que Madrid no se asienta sobre una roca, sino que sus tierras son arcillosas y están llenas de agua.
En su particular viaje hacia el centro de la Tierra, Lara ha calculado que debajo de Madrid hay una red de alcantarillas, túneles y galerías de más de 4.500 kilómetros. Poco a poco, en su historia creativa, lo que empezó siendo una forma de arte que convertía los espacios en objetos artísticos (intervenía en edificios abandonados, naves industriales, descampados), ha terminado por hacer de una ciudad entera su material de trabajo.
“La arquitectura reivindica mucho el espacio, yo prefiero dejar las posibilidades abiertas, hacer notar que hay alternativas distintas para el urbanismo, por eso protejo descampados y no hago nada dentro, es una manera llamar a la reflexión: qué queremos hacer con eso, cómo queremos vivir. Provoco una conversación libre, no necesariamente conmigo”, explica, poniendo el énfasis en los aspectos más políticos de sus obras. Y el siguiente planteamiento que se hizo fue: “¿Cómo puedo saber más del sitio en el que trabajo? ¿Qué hay bajo la ciudad?”
Momentos ‘Matrix’
Desde entonces, del mismo modo que le ocurre a cualquiera que siga los resultados de su ambiciosa obra, vive en dos mundos paralelos, en su Matrix particular. Y, por ejemplo, cuando se ducha en Madrid, ve el agua correr por sus conducciones. Cuando pasa por delante del Centro de Arte Reina Sofía, visualiza las tumbas de todos aquellos enfermos apestados que fueron enterrados en los aledaños de lo que fuera un hospital fundado por Carlos III. Cuando pasa frente al Gregorio Marañón, visualiza el búnker de aislamiento de forma circular con habitaciones concéntricas que hay bajo ese hospital, pensado para un posible Fukushima, un gran accidente nuclear y donde, hoy por hoy, son tratados muchos de los trabajadores de esas fábricas energéticas.
También le ocurre a Almarcegui, al pasar por Villaverde Bajo, que imagina a ese gran elefante que murió cuando, “como tantas otras manadas de animales, atraídas por la riqueza hídrica del enclave y los pastos, descendían a beber agua a la antigua orilla del Manzanares en algún momento de entre 230.000 y 70.000 años atrás”. El enorme paquidermo fue descubierto en 1958, durante las obras de cimentación de una nave de una empresa de ferrocarriles.
Incluso, al bajarse del metro en la glorieta de Bilbao (antes llamada Puerta de los Pozos de Nieve), no puede evitar acordarse de esos almacenes de hielo perforados bajo los edificios para conservar alimentos y medicinas, y luego también para enfriar bebidas, que se pusieron de moda allá por el siglo XVII, cuando el hielo comenzó a ser un artículo de lujo para las clases altas.
Más allá de las obsesiones (conscientes o inconscientes) de Almarcegui, la investigación vino provocada porque desde hace años quería leer el libro-obra que ella misma, con la ayuda de dos investigadoras (Alicia Fuentes y Laura González) ha elaborado. "Había leído libros muy interesantes sobre los subterráneos de Nueva York o de Londres, pero de Madrid, la ciudad en la que viví durante años, la capital de mi país, no encontraba nada, salvo un solo artículo en una revista de arquitectura", cuenta.
Las curiosidades advertidas en una investigación que se ha prolongado durante seis meses no terminan aquí. Resulta que, pese a lo poco atractivo de su título: “Aparcamientos y pasadizos subterráneos”, en el capítulo sexto dedicado (su preferido) descubrimos que en los años 40, tras la Segunda Guerra Mundial y ante el pánico colectivo a nuevos posibles ataques aéreos en las grandes ciudades, se planteó un proyecto, acompañado del correspondiente estudio económico, que defendía el menor coste de construir hacia abajo, para construir una “Avenida Inferior” bajo la Gran Vía. Existió un tal Juan de Arespacochaga y Felipe (de origen vasco) que inicialmente fue el autor de ese proyecto, como ingeniero de caminos y licenciado en Económicas que era, y 30 años después alcalde de Madrid, con un perfil ultraconservador.
Curiosamente, su idea de soterrar la Gran Vía ha sido recuperada (incluso apropiada) mucho tiempo después por muchos aspirantes a regidores de la capital de uno y otro signo político: con argumentos ecológicos, ambientales y estéticos. Hasta tal punto que es un proyecto recurrente, que resurge cada cuatro años con los comicios municipales. La gran diferencia es que aquel alcalde de origen vasco, y que quizá padeciera fotofobia, pensaba en los pasadizos subterráneos para los peatones (con galerías comerciales, bares y restaurantes subterráneos, como en Toronto), y el mundo exterior quedaba reservado para los vehículos, que sufrían los problemas de la “masiva circulación de peatones, sobre todo en la plaza de Callao”.
El anecdotario de la vida de Madrid recopilado por Almarcegui a base de excavaciones e investigaciones sobre las mismas continúa. Y revela otras cosas curiosísimas, como que Madrid es capital mundial de la sepiolita, “un mineral abundante en la región que se utiliza desde el siglo XVI, por su capacidad de absorción, para la fabricación de boquillas de pipas y filtros para tabaco y recubrimientos, desodorantes y otros fines domésticos”.
“Quizá lo más sorprendente de este trabajo”, dice Almarcegui, “Ha sido descubrir que Madrid, pese a aparecer siempre asentado sobre roca, resulte ser al final una ciudad que se levanta sobre arcillas, con capas de escombros y bolsas de arena con agua que explotan en cualquier momento”. Madrid tiene los pies de barro (¡ups!).
Madrid subterráneo. Del 28 de junio al 28 de octubre de 2012. Centro de Arte 2 de Mayo (CA2M). Móstoles.
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