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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Condenados a entenderse

Para esta derecha política la libertad nunca ha sido un asunto prioritario y, en cambio, la TV es para ella un instrumento imprescindible.

Sin protestas ni crujir de dientes por parte de los habituales puristas y patriotas de las siglas, los tres partidos de la oposición en las Cortes Valencianas —PSPV, Compromís y Esquerra Unida— han presentado esta semana una propuesta conjunta alternativa al proyecto de ley de RTVV que propone el PP. Se pretende, como puede adivinarse, que ese tinglado mediático deje de ser el imperio de Juan Palomo —el de yo me lo guiso y yo me lo como— y responda de una vez a su carácter de servicio público, plural, transparente y, en suma, democrático, tal como fue concebido a mediados de los años 80. Un carácter que, por cierto, sigue estando inédito en esa casa.

Se trata de una iniciativa rara por la novedad que supone el concierto de las tres fuerzas citadas, a menudo desconcertadas e incluso a la greña, no obstante, los fundamentos programáticos y objetivos estratégicos que comparten por encima de las diferencias evidentes, pero no insuperables. A la postre, todo este bloque de progreso tiene como fin capital y sumario desalojar del poder al PP y emprender la redención democrática y económica del país. Desde esta perspectiva, el referido acuerdo trasciende este episodio concreto, tanto más cuando es sabido que finalmente prevalecerá el rodillo parlamentario y RTVV seguirá siendo un instrumento dócil del Gobierno. Para esta derecha política la libertad nunca ha sido un asunto prioritario y, en cambio, la TV es para ella un instrumento imprescindible. El referido acuerdo, sin embargo, marca un camino de aproximación para las fragmentadas familias más o menos coloradas.

El lector puede colegir y con razón que estamos confundiendo los deseos con la realidad. Algo de ello habrá, pero también nos atenemos a los hechos, pues en estos momentos la izquierda de cualquier obediencia no puede ser insensible al cambio del escenario social que ha provocado la crisis económica, con las crecientes legiones de parados, desesperanzados, irredentos e indignados. Para ellos y por ellos tiene la izquierda genérica —o sea, toda— la oportunidad y el deber moral de constituirse en su aliado, vanguardia y portavoz, dotando de sentido y discurso político lo que lleva trazas de ser un alud imparable de rabia, desamparo y necesidad. El profesor Manuel Alcaraz abogaba por algo así en su reciente libro —que no panfleto, por más que modestamente él así lo presente— sobre la crisis y la política valenciana, un texto muy recomendable para que los hombres y mujeres que gobiernan el rojerío pongan los pies sobre el suelo y adapten a los nuevos retos los partidos que lideran. Eso, o diluirlos en la inanidad.

No se nos ocultan las dificultades orgánicas y hasta históricas que frenan esta colaboración entre las fuerzas de izquierda, pero de su conveniencia y hasta viabilidad ha dado prueba la reacción de la derecha pepera apresurándose a invocar la gestión del tripartito catalán, reputándola de fracasada. Y es que lo peor —por más temido— que le puede acontecer al PP valenciano es que llegue a cuajar una alternativa de gobierno, obviamente progresista y previsiblemente encabezada por el PSPV, si es que este histórico colectivo se sacude tanta ambigüedad y decide por fin qué quiere ser de mayor y con qué socios —por fortuna imprescindibles— quiere recuperar el poder perdido para afrontar la pobreza que galopa en el país y restaurar la democracia que ha dejado hecha unos zorros el partido que encabeza la cucaña por el botín. Una oportunidad.

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