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OPINIÓN

Ensueños y discursos

La Galicia real es un autorretrato molesto de una derecha que prefiere obras públicas irracionales

Los problemas de fondo de las elecciones autonómicas que se acercan tienen que ver, sobre todo, con el desajuste entre las organizaciones políticas y las necesidades locales, que es también el desajuste entre la grandielocuencia con que se enuncian grandes principios y grandes metas y los trabajos políticos que se van realmente a realizar y que, a veces, se corresponden a trabajos políticos que, simplemente, son imposibles. O dicho de otra forma más rápida y sencilla: la distancia entre la justificación del trabajo político y el mismo trabajo político realmente realizado es frecuentemente insalvable, y esto no ocurre igual en todas partes.

Una cierta sensación de ensueño patológico se tiene, por ejemplo, cuando nuestro presidente Feijóo anuncia grandes contratos y diversas buenas nuevas mientras el paro crece a una velocidad vertiginosa y el turismo y el verano, de forma similar al resto del reino, no crean puestos de trabajo en la misma medida en que los crearon hace todavía un año. Es decir: vamos de cabeza hacia el fondo de un pozo y, de momento, no se observa nada que pueda variar la inmensa caída de un país, Galicia, en el que inmensas obras públicas como la Ciudad de la Cultura o los diversos y contradictorios puertos y aeropuertos han absorbido, ahora o en su momento, cantidades perfectamente inútiles de inversiones innecesarias.

Cuando se nos habla de vivir por encima de nuestras posibilidades o de derroche, hay que pensar que se deben estar refiriendo a estas cosas, no al gasto menor de la gente normal en cosas normales y, con frecuencia, absolutamente necesarias.

Cada partido tiene sus peculiaridades, y no es el mismo ensueño el de quienes pretenden que unos cientos de personas supuestamente informadas y decididas pueden liberar de sus desastres a un país aún entregado a las viejas leyendas protoconservadoras del ordeno y mando, no es el mismo ensueño, digo, de aquellos que creen que un cierto pensamiento liberal o neoliberal apoyado sobre una mentalidad profundamente conservadora puede modernizar este país a base de destruir el territorio, aniquilar de hecho su lengua y convertirlo así en una vulgaridad rampante para disfrute de lejanos observadores que no pagarán, como es norma, a traidores, a los que despreciarán (ya lo hacen) en todas las mesas importantes en las que se deciden cosas importantes.

Si los ensueños más desmovilizadores de la izquierda clásica o de la izquierda nacionalista pueden ser desactivados hacia el bien común desde un debate sensato e inteligente de la misma izquierda con el estímulo de algún fracaso anunciado, más difícil me parece (quizá por lo del debate sensato e inteligente) que una derecha acostumbrada a cortar por lo sano y a reproducir sus usos y costumbres sobre el territorio o la lengua, por no hablar de grandes obras llenas de estímulos o de temibles ideologías ad hoc para momentos difíciles, más difícil me parece, digo, que una derecha de ese corte, más clásica que moderna y más conservadora que liberal, genere un discurso para todos y para el país que hable realmente del mundo real y de la Galicia real, quizá porque la Galicia real, en muchos aspectos, es también un autorretrato molesto o insoportable de esa derecha que prefiere sus ensueños patológicos y sus irracionales obras públicas de difícil aprovechamiento para la comunidad.

Es posible que, en primera instancia, a la gente le gusten los discursos evanescentes y los ensueños patológicos, pero también es cierto que estamos en el momento justo en el que, quizá, la gente comience a necesitar un poco de verdad y un poco de esperanza, un momento en el que los ensueños patológicos, de fluida circulación hasta ahora, resulten cognitivamente indigeribles y los discursos más pegados a la realidad encuentren al fin una recepción amable en el pueblo de la abuela de García Márquez, abuela a la que el escritor decía deber buena parte de su inmensa fantasía: “De aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia (habla de su abuela que, al parecer, era una tatarabuela, según Carlos Reigosa), y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Solo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de validez…”

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