Realidad aumentada
Vale que los niños juegan en casa y en el patio, pero probablemente sea ilusorio creer que por la vía digital accederán a los contenidos que no les interesan
De un tiempo a esta parte oigo hablar de la realidad aumentada o AR. Desde luego el nombre impresiona. Las primeras veces que lo oí pensé en el grabado de Champollion, y en los Relatos sobre la falta de sustancia, de Pombo, y hasta en los implantes de silicona con los que algunas chicas de pecho plano aumentan la realidad volumétrica de sus atributos. ¿Tendrá algo que ver la “realidad aumentada”, me preguntaba, con la second life de la que no hace tanto se hablaba con entusiasmo? Pero no, parece que la second life ha perdido su vitalidad, es en todo caso realidad reducida o encogida, además de virtual. Y precisamente el sentido de aplicar a los efectos especiales de los que aquí hablamos la calificación de aumentada es marcar la diferencia con la realidad virtual, ya que, a diferencia de esta, la AR tiene voluntad documental, de profundización o complemento, y con fines informativos o lúdicos se sobrepone a la realidad real, no la sustituye.
Es, respecto a la realidad física, lo que el hipertexto al texto. Consiste, en resumen, en el uso de tecnología para proporcionar información extra al usuario que se encuentra ante un objeto, paisaje o espacio determinado y que dispone de un teléfono móvil de las últimas generaciones, de un iphone o de una tableta. Así, por ejemplo, cuando visita un edificio nuevo, si está pertrechado de dispositivos para la realidad aumentada puede, a través de la pantalla de alguno de esos aparatos, consultar la visión del mercado medieval en cuyo solar se alza, o si está en un restaurante de Helsinki puede pasar la pantalla de un iphone sobre el menú y ver exactamente el mismo menú, con su mismo diseño y formato, escrito en la lengua que él desee. A voluntad del programador, los contenidos pueden ser potenciados hasta el infinito. Como se ve, se trata de un ingenio de inmensa utilidad en la comunicación, en educación y en la vida práctica, de otro prodigio de la tecnología digital, que es en sí misma ya un asombro incesante.
Estos días se celebra en Barcelona Museum Next, un congreso interesantísimo sobre las tendencias de futuro del sector cultural, sobre cambios tecnológicos, sobre estímulos a la participación del público en los ámbitos de exposición… y entre otras cosas, sobre la aplicación de la realidad aumentada a la cultura. Las sesiones tienen lugar en el CCCB y en el Macba. Ayer, a las dos de la tarde, pude asistir —en streaming, otro milagro tecnológico— a la intervención de Hein Wils, que trabaja en el Stedelijk de Ámsterdam, museo que siempre ha sido puntero en cuanto a innovación y modernidad. Nils recordó el rechazo general que en la dirección de muchos museos causó en su día la aparición de las audioguías. Lamentaba Nils que muchas veces la cúpula de mando no entiende a los profesionales que proponen la introducción de la tecnología. Quizás por su propia naturaleza conservadora los museos siempre se han rezagado en la asunción de las nuevas invenciones y hasta ahora parece que quieran protegerse de la tecnología. Con la realidad aumentada, dijo Nils, como siempre que aparece una tecnología nueva, la gente se dedica a jugar con ella. Lo importante es encontrar buenas ideas a las que aplicarla. Y él mismo añadía: lo difícil es tener buenas ideas.
Entiendo la urgencia por introducir las tecnologías que manejan los públicos juveniles en su ocio diario al mundo de los museos, pero en esa urgencia también detecto el síntoma de una herida. Pues en el fondo a lo que aspira la realidad aumentada y otras tecnologías al uso en los centros de arte es a constituirse en argumento de convicción para aquella gente, especialmente los jóvenes, que no los pisa ni por casualidad. Me pregunto si es que los profesionales de los museos ya no confían en el formato exposición. (Y con alguna razón: todo lo que no sea exposición de obra original es probable que tenga mejor cabida en otro formato, por ejemplo en el de libro, precisamente digital, o en soportes audiovisuales. En fin, lo llaman realidad aumentada, aplicaciones, interactividad, y se les pide a los programadores “que el visitante pueda jugar”, “que participe activamente”, y en el fondo se trata de seducir con el anzuelo de lo nuevo a todos aquellos alérgicos al museo a que crucen el umbral).
Ahora bien, vale que los niños juegan en casa y en el patio, pero probablemente sea ilusorio creer que por la vía digital accederán a los contenidos que no les interesan. Peor aún: recargando con contenidos contextuales la visita, el mismo concepto de la obra o de la exposición —que está pautado y tiene su discurso— se dispersa o neutraliza. El señor Nils tiene mucha razón: lo que hay que tener son buenas ideas. Y a cada contenido, su forma.
Pienso en algunos editores y glosadores que han aplicado realidad aumentada a los libros: en tantos casos de sobreinformación y sobrenotación que arruina no solo la trama sino la lectura, la experiencia de la lectura y el mismo libro. Una obra de arte literaria es ese texto, con todas sus palabras y hasta la última coma, y nada más. De la misma manera en artes plásticas (en otro tipo de contenidos la AR tiene más sentido). Ante un Malévich no quieres más, sino exactamente menos realidad. Quieres meterte en ese cuadrado negro. Quieres el silencio de la realidad... En algunas cosas, cuanta menos realidad, mejor.
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