Viejas monarquías
He asistido con entusiasmo al modo en que el país entero, uniendo su voz en un solo sonido, conmemoraba el aniversario de la proclamación de la república, precisamente el mismo día en que el Borbón (tiene delito) asesinaba a un hermoso mamífero. Los medios, las redes sociales, las plazas públicas, celebran ambos hitos, uno con temblor emocionado, otro con inenarrable guasa. La vibración ha sido multitudinaria. Incluso la prensa de la derecha (la prensa de la derecha, fuera de la Villa y Corte, es flexible como una pértiga olímpica) venía trufada de audaces articulistas que, sin miedo a represalias, con admirable coraje, declaraban públicamente su innegociable convicción republicana. El estado exige un golpe de timón. Destaca el entusiasmo de la izquierda abertzale, colgando la españolísima tricolor en los balcones públicos. Siempre habían regañado al PNV por izar la bandera constitucional. El PNV ponía la bandera española, en contra de su voluntad, para cumplir la ley, mientras que ellos ponen la bandera española, por propia voluntad, para incumplirla. La diferencia es moral, e inmoral, al mismo tiempo.
He de reconocer, para mi vergüenza, que me he sumado a esta marea con la tardanza de los apocados, los cobardes, los miedicas. Recuerdo que no hace mucho elucubré sobre las virtudes que para el honorable pueblo vasco tendría disfrutar de una monarquía hereditaria. Imaginaba a un joven príncipe austríaco (distraído, amable, inútil) paseando por los jardines de la Casa de Juntas de Gernika a la espera de la próxima recepción de embajadores. Pero he hecho autocrítica y siento vergüenza de semejantes pulsiones reaccionarias. Vuelvo el rostro hacia el resplandeciente sol republicano, cegado por su luz benéfica y, acaso, atento al brillo amenazador de la guillotina. Así que resuelvo que la monarquía es algo absurdo. Una jefatura de Estado dinástica resulta incomprensible. Realmente es increíble que haya subsistido hasta hoy algo tan polvoriento. Claro que esto exige una reflexión: siendo la institución inaceptable, y conjurados para liquidarla, convendría empezar por lo más urgente. Y lo más urgente no son esos jefes de Estado hereditarios que leen discursos y sestean, sino los jefes de Estado hereditarios que firman penas de muerte, llenan las mazmorras de discrepantes y envían a millones de personas al exilio. Hablando de dinastías, conviene recordar que en Corea del Norte se han sucedido tres generaciones en el poder, y que en Cuba, ante el declive de Fidel (el tiempo es contrarrevolucionario, siempre lo ha sido) el poder del autócrata se ha transferido a su hermano pequeño.
Sí, soy republicano. Siento la emoción de los conversos. Reniego de la farsa sucesoria. Me rebela que la jefatura del Estado permanezca en manos de una sola familia. Y de esta manera, por fin, uno mi voz a la de todos: viva Corea unida y, por supuesto, viva Cuba Libre.
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