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CRÍTICA TEATRAL

Espaldas quemadas

El melodrama de Guillem Clua pone en escena la sordidez más extrema en un país devastado por la guerra civil

Javier Vallejo

¿Cómo hablar de lo más sórdido? ¿Basta con ponerlo en escena tal cual es o tal cual lo imaginamos? ¿Y de qué sirve hacerlo? Tales preguntas me ronronean según avanza La piel en llamas, melodrama que Guillem Clua ambienta en un país empobrecido y devastado por una guerra civil. Sus protagonistas son una periodista decidida a entrevistar a un fotógrafo anglosajón archipremiado por la instantánea de una niña abrasada, y un alto funcionario de la ONU que ofrece atención médica a cambio  de sexo a la joven madre de una chiquilla en coma. Como en La modestia de Rafael Spregelburd, ambas parejas ocupan la misma habitación de hotel, sin encontrarse nunca: Clua presenta simultáneamente dos líneas de acción, que en realidad transcurren en tiempos sucesivos.

En ese diálogo doble entre buenos y malos, la simpatía del espectador está echada desde el inicio. Salomon, el fotógrafo cínico y a la defensiva, cae mal, pero tampoco la periodista categórica y sabelotodo resulta simpática, quizá porque Clua, periodista él mismo, se esfuerza en poner la razón de su parte, de modo que no hay controversia. Su entrevista tendría mayor tensión si ambos se sentaran cara a cara, quietecitos. Pero la palma de la antipatía se la lleva el doctor Brown, un malvado sin vuelta de hoja que mientras extorsiona a su víctima le dice: "Estamos aquí para ayudar a los desfavorecidos y a la democracia", irónica frase de autor que en boca del personaje queda fuera de sitio.

En vez de modelar caracteres hondos, Clua ha esbozado cuatro arquetipos (el hombre con mala conciencia porque podría haber salvado a la niña en vez de tirar la foto, la joven pepita grillo; el psicópata corrupto disfrazado de tipo honesto, y la archi víctima de todos ellos), fiando el buen fin de la función a una suma de efectos escalonados, alguno de ellos truculento. El mórbido naturalismo con que se explicitan los detalles de la tortura a la que es sometida la madre, con que se desgranan sus gemidos (una aportación del director que distrae de lo que se está diciendo en la escena principal) y la visión de cómo ha quedado la pobre, tienen un efecto estomagante: al final el mal, cuyo proceder nos ha sido detallado con minucia, triunfa en todos los frentes, y esa es la lección que sacamos. Querríamos otra: cabe recordar cómo en Incendies, obra que con parecida crudeza aborda temas similares, Wajdi Mouwad nos pone frente al horror para superarlo mediante un ritual catártico, y neutraliza el mal con un inesperado efecto bumerán. Valiente, muy valiente, Helena Castañeda en el papel de la madre inmolada.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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