El valor del silencio
El pianista islandés Ólafur Arnalds se recrea con sus notas largas y sostenidas en el Teatro Lara
A nadie puede extrañarle que Sigur Rós, la mejor banda en la historia de Islandia (y parte del extranjero), le escogiera como telonero durante una buena temporada. O que la nueva generación de cineastas escandinavos le escrute como óptimo candidato para sus bandas sonoras. O que reciba ofertas para escribir sintonías de anuncios televisivos, aunque la obra resultante, Ljósid, fuera en último extremo rechazada por el cliente "porque no sonaba lo bastante estúpida". A sus tiernos y envidiables 25 años, Ólafur Arnalds no es un artista emergente, sino el autor de moda entre los amantes del minimalismo norteño. Por eso las entradas se evaporaron anoche en el teatro Lara, en la primera visita madrileña del hombre llamado a poner música a la próxima hornada de documentales sobre la aurora boreal.
Rubito, tímido y aseado, dueño de un adusto jersey azul de pico y propenso a encogerse de hombros con gesto vergonzoso, Arnalds recuerda a uno de esos universitarios aplicados que pasan a limpio los apuntes con caligrafía primorosa. Su música ralentiza mágicamente el segundero y convierte cualquier crujido en estruendo. Hasta tragar saliva parece una agresión sonora mientras Ólafur se explaya frente al piano, dispara sus muy sutiles acompañamientos electrónicos o reparte juego entre el celista británico Paul Grennan y su paisano Viktor Árnason, violinista. Dos aliados idóneos y fieles a la causa de las notas largas y sostenidas.
Es probable que nuestro personaje deslice el pestillo de su habitación e invierta miles de horas absorto frente a las teclas del piano, pero también sabe exhibir cierto encanto social. Anoche invirtió sus primeros cinco minutos bromeando con el patio de butacas y grabando las voces del público para acompañarse luego con ellas en el tema Tomorrow’s song. Luego llegarían otras odas a la melancolía, como Poland (“se llama así porque la escribí en Polonia y para demostrar que el vodka polaco inspira canciones tristes”) o la más compleja y meritoria Allt vard hljótt, en la que el violín se multiplica en forma de eco y las campanas tiñen el paisaje con un aire entre infantil y desolador.
Pianista neoclásico
Ólafur es un pianista neoclásico al que le tocó nacer en la era de los portátiles, un Chopin puesto al día con algún conocimiento de informática. La rigurosa economía expresiva sirve como irrenunciable leit motiv. Cada sonido cuenta, pesa, se prolonga, computa en el resultado final. No es John Cage, pero ha aprendido e interiorizado el valor del silencio.
Su música es bella y sencilla, con enorme capacidad evocadora, como una permanente banda sonora para geografías yermas. Si su tenue minimalismo remite al principio a Wim Mertens (o, más remotamente, Keith Jarrett), la canónica belleza de partituras como Erla’s waltz le permitiría competir con Yann Tiersen en la mesa de cualquier productor cinematográfico. A veces su romántica y tristona belleza (Endalaus, Lag fyrir ömmu) tiene algo de predecible, se antoja básica y elemental en demasía. Son las piezas más elaboradas las que nos acaban de persuadir sobre su talento; en particular, Gleypa Okkur, con su ropaje de percusiones pregrabadas y cuerdas que se superponen en forma de bucle.
Los cálidos témpanos que anidan en los diez dedos de Arnalds acariciaron las teclas blancas y negras del piano durante hora y media en la que el Lara, como en otros conciertos de este ciclo Son Estrella Galicia, contuvo la respiración. Luego, llegado el momento del bis, una voz masculina le gritó “¡Guapo!” y el tímido Ólafur, claro, se nos azoró. Pero no será la última vez que le veamos por estos lares, presumiblemente. Cuatro o cinco notas certeras y prolongadas en cualquier película de culto acabarán por convertirle en un nombre muy popular.
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