El baúl de Raúl
Nunca me han gustado los diferidos. Solo valen para venirte tan arriba que acabas dándote contra las criadillas del cielo o para que la melancolía te haga un nudo en la garganta del que te arrepientes siempre. Lo que sí me gusta es recordar instantes significativos. Momentos célebres de esos que gusta revivir como lluvia de estrellas. Aquel gol de Pelé que no fue gol, aquel Cela dormido, que no durmiendo, en el Senado, aquellos guardias civiles saltando por los ventanales del Congreso —ayer hizo 31 años—, aquel ¡Viva Honduras! de Trillo que sonó como un irrintzi en la Laponia oriental. Momentos y más momentos que gusta recordar pero que poco tienen que ver con el diferido de un acto, actuación o actualización.
Lo bueno de los momentos es que no los cambia ni Dios, es decir, ni la televisión es capaz de alterar el resultado de un partido, ni de que el no gol de Pelé sea gol o que Trillo en vez de a Honduras vitoree a las islas Fiji. Y de momentos está hecha la vida, una sucesión, se supone que interminable, de acontecimientos que sobrepasan incluso al ser humano. Escribió José Agustín Goytisolo que “un hombre solo, una mujer/ así tomados de uno en uno/ son como polvo, no son nada/ no son nada”. Y probablemente tenía razón. La única felicidad solitaria es la que ustedes están pensando (no, la de los lamas, no, que van todos juntos; la otra), porque hasta esa está repleta de imaginaciones con muchísimos personajes.
Total, que ayer me di el gustazo de ver los instantes finales del partido entre el Bizkaia y el Siena. No es que quisiera regodearme en la victoria (ya sin Berlusconi he vuelto a amar a Italia), sino que quería comprobar cuánto de finísima es la línea que separa el amor del odio, el triunfo del fracaso, al héroe del villano. El deporte para eso es un laboratorio homologado. A falta de 16 segundos, Raúl López, el de la cara de niño, pierde eso que en el argot se llama un balón tonto: partido perdido. Villano, imbécil, flojo, débil (estoy traduciendo los epítetos que circularían por la grada). El baúl de Raúl había sacado a la bruja de trapo. Y en esto que el muchacho se encamina a la última jugada, con la orden de su entrenador de jugarse la victoria o ahondar en la herida de la derrota. Le veía hoy, repetido, ese caminar sin una mueca, sin un gesto, sin saber qué coño iba a pasar en esos seis segundos, tocándose la muñeca. Era el genio y no lo sabía. Reconozco que me hacía gracia, ayer al mediodía, verle caminar medio compungido, medio señalado porque él no sabía que iba a triunfar y yo sí. Yo sí sabía lo que escondía el baúl de Raúl, era una mano de marioneta que miraba al aro con sonrisa pícara. Tengo un amigo publicista que en los encargos siempre reserva el proyecto bueno para el final de la exposición. Te enseña lo que él piensa que es malo (y quizás a ti te parece bueno) y así como con desgana (como Raúl cayéndose) te lanza su obra de arte. Es un buen malvado. Como Raúl y su fantástico baúl.
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