La izquierda debe volver
No se puede sostener el Estado de bienestar sin aumentar impuestos a las grandes fortunas y capitales
Es ya muy evidente para la mayoría de la ciudadanía, como demuestran las masivas manifestaciones del pasado domingo, que la reforma laboral impuesta por el Gobierno del PP persigue un modelo de relaciones laborales con menos derechos para los trabajadores, más poder para los empresarios y la reducción de salarios. Para alcanzar estos objetivos la reforma utiliza varias medidas e instrumentos, tales como el despido más fácil y barato, la rebaja de salarios como estrategia de la llamada devaluación interna ante la imposibilidad de devaluar la moneda, el debilitamiento de la negociación colectiva, el aumento de la capacidad de decisión unilateral del empresario o el deterioro todavía más profundo de la contratación temporal.
Pero no satisfechos con todo esto, la CEOE propone ahora restringir el derecho de huelga y limitar el acceso al seguro de paro. En los años ochenta, con el Gobierno ultraliberal de Ronald Reagan, varios economistas formularon la doctrina necesaria para justificar la involutiva política social del Ejecutivo estadounidense. Profesores como Gilder, Laffer y sobre todo Charles A. Murray propusieron no solo la bajada de impuestos a los más ricos, sino que afirmaron que los pobres están empobrecidos y anclados en la marginación debido a las prestaciones sociales destinadas, se supone, a rescatarlos de su situación. Las ayudas, según estos predicadores neoliberales, se convertirían en sustituto del esfuerzo y la iniciativa personal, que serían los elementos que aportarían la verdadera solución. Por eso el doctor Murray propuso eliminar de raíz toda la estructura de bienestar social. Reconoció, sin embargo, que con tales medidas una parte de la población afrontaría un sufrimiento grave y, en un ataque de ánimo compasivo, defendió que se mantuviese la prestación por desempleo. Por lo visto, al inefable señor Feito, responsable de economía de la CEOE, Charles Murray debe de parecerle un peligroso izquierdista.
Naturalmente, tanto la reforma laboral como las otras medidas que están adoptando este y otros Gobiernos europeos, bajo la dirección de la derecha alemana, se insertan en un proyecto bien definido destinado a desmantelar el modelo europeo, eficaz y reconocible, fundamentado en la solidaridad colectiva, el compromiso capital-trabajo y el intervencionismo del Estado como garante de la cohesión social.
Claro que si todo esto sucede en Europa—no en otras partes del mundo—es, entre otras razones, porque la izquierda carece de un proyecto común sobre la globalización y de una visión compartida sobre la construcción europea. Sigue primando el supuesto interés nacional sobre cuestiones que han dejado de serlo hace tiempo. Cierto que tal situación tiene fuertes raíces en la historia europea del último siglo, pero se supera esa división definitivamente o la izquierda se volverá una fuerza política irrelevante incapaz de influir en el devenir de los acontecimientos.
En efecto, si la izquierda aspira a transformar la realidad y no limitarse a administrar lo que existe a las órdenes de los que realmente mandan, necesita resolver tres grandes problemas. El primero, recuperar la política y la democracia, lo que implica afrontar la cuestión del poder financiero. Éste ha adquirido tal volumen y dominio que tiene que responder al interés general, porque la marcha de los bancos afecta, como es obvio, al conjunto de la sociedad y no sólo al interés de sus accionistas. Y eso implica necesariamente la participación del sector público en el sistema financiero, rompiendo el monopolio privado que ha imperado hasta ahora.
En segundo lugar, la izquierda debe asumir que no es posible sostener el Estado de bienestar con la actual fiscalidad. No hay redistribución posible sin aumentar los impuestos a los más ricos, a las grandes fortunas y capitales, sin gravar las transacciones financieras internacionales, combatir la evasión fiscal, los paraísos fiscales y la economía sumergida. De lo contrario, se impondrán los recortes en la inversión y las políticas sociales y los Estados endeudados dependerán de los acreedores que, como está sucediendo, impondrán sus políticas antisociales y el deterioro de la democracia.
Finalmente, como es fácil deducir, la izquierda necesita impulsar un marco común, un verdadero proyecto político europeo en el que se puedan realizar estas propuestas y embridar a las grandes fuerzas económicas y financieras que hoy escapan a toda regulación y control, imponen su ley y dirigen el proceso mundial sin contrapeso alguno. Naturalmente, todo lo dicho es válido para la izquierda gallega que debe superar tanto su actual crisis como el narcisismo de la pequeña diferencia, porque Galicia es una nación europea y su futuro está indisolublemente ligado a la deriva que tome en los próximos años la construcción de Europa. Lo dicho, necesitamos que vuelva la izquierda.
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