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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Política y economía

El mundo de las ideas está lleno de vaivenes, saltos, acrobacias, amnesias y retornos. En medio del oleaje, los seres humanos, esos artesanos humildes del pensamiento, creemos gobernar la nave de las ideas cuando apenas deambulamos sobre cubierta en una azarosa deriva.

Por ejemplo, la denuncia de este tiempo afirma que los mercados ejercen una dictadura implacable sobre la política. La idea, como todas las ideas hegemónicas, es reciente pero parece milenaria. Dijo Ayn Rand que hay algo peor que un conformista: un inconformista a la moda. Nadie tiene el valor de preguntarse quiénes son los mercados, y nadie está dispuesto a cuestionar la especie de que los mercados manejan como títeres a los políticos, esos políticos que, curiosamente, la gente no deja de elegir, a voluntad, casi todos los años. Causa indignación el supuesto de que la economía domine la política y hemos decidido que la explicación de nuestros males (porque a nadie se le pasa por la cabeza, ni por asomo, que los males que uno padece tengan algo que ver con su conducta) provienen de la economía y de la incapacidad de la política para poner orden en ella.

Lo curioso es que uno de los grandes dogmas del pensamiento dominante ha sido precisamente ese: que la economía prevalece sobre la política. El axioma lo ha repetido la izquierda sin descanso, durante más de siglo y medio. Según esto, las ideas funcionan siempre como un disfraz del interés; era la economía la que lo explicaba todo y era la economía la que llevaría al sistema a sus últimas contradicciones, hasta provocar un estallido de sangre y de violencia, después del cual nos esperaba la utopía.

Esa visión despreciaba la fuerza de las ideas para mover el mundo. Aún más, aventurar tal posibilidad se consideraba una fantasía de pensadores débiles, desde Tocqueville a Raymond Aron, incapaces de aceptar los designios de la economía marxista y sus predicciones absolutamente inevitables. Tener fe en las ideas como agente de cambio era una necedad burguesa, que sería barrida por la marea de la historia. El materialismo histórico predicaba la fuerza irresistible de las leyes económicas. Y en consecuencia despreciaba la ética, los valores, la religión y el derecho.

Resulta curioso que los defensores de esa interpretación siniestra del mundo y de la historia hayan descubierto, de repente, la importancia de las ideas para transformar la realidad. Han llevado discretamente al desván sus mitos economicistas y descubierto la dignidad de la moral y de la ley. Entienden la importancia de la voluntad frente al materialismo, de la política frente a la economía. Asumen, por fin, el valor de las ideas para mejorar el mundo. Bien, todo esto es magnífico. Ahora solo hace falta que tropiecen, además, con las ideas que de verdad cambian el mundo. Ojalá no tarden otro siglo y medio.

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