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El ingenio de los aristócratas de barrio

La 'estopaína' 2.0. causa furor en el Palacio de los Deportes.

Los hermanos Muñoz ayer en el Palacio de los Deportes de Madrid.
Los hermanos Muñoz ayer en el Palacio de los Deportes de Madrid.CLAUDIO ÁLVAREZ

Definitivamente, hay mucho madrileño al que nunca encontraremos por las inmediaciones del club Gabana. Mucho chavalito de extracción periférica que araña en las profundidades abisales de los bolsillos, le guiña el ojo a la yaya cuando le desliza una propina en el pantalón y anoche tuvo que consultar el horario de búhos para averiguar cómo demonios regresar al barrio después de dos horas bien cumplidas de concierto. Pero la música cura casi todas las penas, o al menos las anestesia, así que nuestro protagonista termina cuadrando un balance mucho más peliagudo que el de las cotizantes en el Ibex 35 y mandándole a la novia un privado por Tuenti: “Que nos vamos a Estopa, chula”.

Solo así, a golpe de perseverancia e ingenio, se explica el llenazo pasmoso que ayer vivió el Palacio de los Deportes para recibir a los Muñoz con honores de hijos pródigos. Y ahí estaban nuestros charnegos favoritos, con su irrenunciable gesto entre socarrón y atónito, dándole las gracias a un pabellón (“un saludo para quienes no miran a la gente por encima del hombro”) abarrotado y entusiasta. Con la que está cayendo.

Doce años después de inmortalizar al Seat Panda en el pop español (que para eso eran currantes en la factoría de Martorell), David y José siguen a lo suyo, tan rumbosos como rumberos. Si acaso un poquito más fondones, pero razonablemente indemnes a los zarpazos del reloj y las raciones de papas bravas. Estrenaban su ya séptimo disco, Estopa 2.0, al que desde el mismo título se le supone más rupturista, pero no exageremos. A los hermanos nunca les podremos admirar como grandes revolucionarios musicales, sino, en todo caso, como legítimos exponentes de eso que el nano Serrat llamaba “la aristocracia del barrio”.

Han intentado endurecer su sonido, a golpe de guitarras eléctricas (La locura) y alguna brizna de electrónica, pero el arranque de su recital (Mañanitas) resultó del todo ininteligible. A David

ya se le entendía mucho mejor tres canciones más tarde, a la altura de La primavera, uno de los sencillos más anodinos en la discografía de estos extremeños de Cornellá. Pero a casi nadie le importó, porque quedaba aún mucha munición infalible (y meritoria): Run run, Ya no me acuerdo, la arrobada Mi primera cana, la desesperación en Demonios, el insólito swing de La bombillita. Suficientes oportunidades como para arrimar las caderas, sublimar las sonrisas e incluso murmurar —cosas de la euforia— alguna inconveniencia al oído.

Acumulan ya tantos éxitos los Estopa que algunos los agruparon en sendos popurrís, esos inventos endemoniados que algún valeroso Garzón acabará denunciando ante el Tribunal de la Haya: la ley debería garantizar la indivisibilidad de las canciones. Pero son críticas menores frente al encanto de esa poética lucidez suburbial, ese ingenio que destella a pie de caña, su filosofía urbana para las barras de El Palentino o Pepe el Guarro. Y las princesas populares, encandiladitas, claro; si hasta merodeaba por las gradas Toño Sanchís, el representante de la más distinguida de todas ellas. Pasada con creces la medianoche, la cosa seguía igual de achuchada que siempre; pero el chute de estopaína le arregló un rato el cuerpo a más de uno.

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