Barcelona en el quirófano
Para salir de la crisis hace falta un valor que no está en ningún balance: la confianza en que se puede gozar de una segunda vida
Tiene la palabra crisis efectos de anestesia global, de adormidera para soportar el trance de pasar por el quirófano y someterse sin dolor a la inevitable amputación. Contener el déficit parece la única e inapelable terapia. The rest is silence. Ni siquiera la cultura, tradicionalmente más levantisca, se atreve a decir esta boca es mía. Lluís Pasqual elimina del Lliure tres espectáculos, debido a un recorte de la aportación de la Generalitat de un 15%, el mismo que le ha tocado en suerte al Mercat de les Flors, obligado también a reducir su programación de danza. El Liceo, que ha sufrido idéntica sangría por parte del gobierno autónómico y se prepara para la que le va a caer por parte del Ministerio de Cultura, sube la apuesta y se lleva por delante tres títulos óperísticos, tres funciones del ballet de Montecarlo, un concierto, un recital y un espectáculo infantil. Los responsables políticos de la cultura contemplan este panorama con “preocupación”, se diría incluso con resignación cristiana. “Si no lo hacemos así, dentro de uno, dos o tres años tendremos la sensación de que tenemos unas instituciones que están en crisis permanente”, ha declarado el consejero de Cultura, Ferran Mascarell. Lo dicho, no hay terapia alternativa: para frenar la metástasis deficitaria no queda más camino que la intervención masiva en la mesa de operaciones. Segundas opiniones diagnósticas abstenerse. En cuanto a las secuelas que tan drástica medida pueda dejar en el maltrecho cuerpo cultural, ni una palabra.
En el otro plato de la balanza tenemos a una tal Sheldon Adelson, magnate estadounidense para más señas, con una fortuna estimada en 3.400 millones de dólares según Wikipedia, que baraja algún lugar de Cataluña para instalar un macrocasino y todo lo que cuelga de él —hotel, campo de golf, etcétera— al estilo del Venezia Towers que regenta en Las Vegas. Se estima —¿por quién?, ¿con qué datos?— que la movida puede dar trabajo a más de 200.000 personas, entre empleos directos e indirectos. El consejero de Economía, Andreu Mas-Colell, se está moviendo entre bambalinas para intentar que caiga la breva, en dura competencia con doña Esperanza Aguirre, en tiempos ministra de Cultura, hoy presidenta de la Comunidad de Madrid.
¿Cuantos puestos de trabajo menos van a suponer los recortes en la cartelera de Barcelona? ¿Alguien se lo ha planteado? En realidad, para qué entretenerse a contarlos, cuando los recursos dedicados al sector no pasan del 1% del presupuesto, equivalente, según decía Marcos Ordóñez el otro día —e se non è vero, è ben trovato…— a lo que la sanidad catalana destina a subvencionar los antidepresivos para sus ciudadanos.
Algo decididamente no funciona cuando los responsables políticos de la cultura son incapaces de defenderla con un argumentario mínimo. Es obvio que estamos en un sector imposible de valorar por los arqueos de caja y que tiene que ver en cambio con una dimensión más inaprensible, pero no menos importante a la hora de generar beneficios sociales: la dimensión simbólica, sin la cual no se construye ningún imaginario colectivo. Barcelona es hoy una ciudad fatigada, en retroceso cultural, atemorizada por el futuro. Se conforma con ofrecer al visitante un gran escaparate con todas las marcas como es el paseo de Gràcia, pero le importa un pimiento si la oferta musical, teatral o museística mengua. En cambio se le alargan las orejas cuando oye hablar de un macrocasino o de cruceros como el Costa Concordia, masivamente atracados a su muelle. Somos el país de camareros que vaticinó Carlos Solchaga. Eso no significaría ningún desdoro, como no se cansa de repetir Ferran Adrià, si fuéramos capaces de acompañarlo con la mejor escuela de hostelería del planeta y la mejor oferta cultural y de ocio posibles. En cambio cerramos la Monumental y dejaremos que crezca un bosque en su interior, antes de instalar un nuevo centro comercial.
Algo no está funcionando en esta ciudad. Para salir de la crisis hace falta poder contar con un valor que no aparece en ningún balance: la confianza en que es posible salir del quirófano para gozar de una segunda vida. La cultura tendría mucho que aportar en la construcción de este imaginario, pero nunca podrá hacerlo si sus máximos responsables son incapaces de pensarla fuera de la cuenta de explotación.
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