¿Es aún posible la Europa social?
Lo importante sería percibir señales que nos ayuden a entender para qué van a servir los sacrificios
Decía hace poco Barbara Spinelli que las raíces del proyecto europeo no se basaban solo en conseguir una tregua permanente del uso de las armas entre Estados que llevaban siglos enfrentándose de manera sangrienta y que acababan siempre aniquilando a los más débiles de cada ocasión. La prestigiosa ensayista recuerda que, si bien para algunos esa misión está ya concluida al ser impensable el estallido de una guerra en el espacio europeo, lo cierto es que la tarea no ha culminado. El pacto, afirma, incorporaba la idea de acabar con la miseria por “las mismas razones por las que antes se combatió la varicela o la peste, para que la misma no infectase a todo el cuerpo social”. Y así, de los delitos colectivos de las guerras y de los totalitarismos, se salió con un pacto social en 1945 de asistencia y ayuda mutua entre ciudadanos. Se hizo, además, confiando la gestión de ese pacto al Estado, evitando que la lucha contra la miseria fuera terreno exclusivo de la caridad canalizada por iglesias y organizaciones filantrópicas. Y ello permitió construir un sistema no aleatorio de ayuda al indigente, al excluido, al anciano y al pobre. Como constatamos cada día, los males de la miseria y la desigualdad no solo no se han alejado, sino que persisten y aumentan. Y por ello es necesario reformular y reforzar el pacto europeo para evitar que la desesperación, el odio hacia el otro, ahora inmigrantes, quién sabe si mañana esos ancianos que viven demasiado, pueda acabar haciéndonos volver a las andadas.
¿Es posible que Europa recupere y reformule ese compromiso social en el nuevo contexto económico globalizado y financiarizado hasta el extremo? Los hay que, como Spinelli, apuntan que la única vía para ello es eliminar la deuda pública que convierte a los Estados, a las instituciones públicas y a los contribuyentes en esclavos del sistema financiero y (como conviene recordar hoy) de las agencias de calificación, estableciendo así bases sólidas de crédito público que protejan a los ciudadanos en tiempos de crisis. El ejemplo de Noruega o de Alaska, con programas sociales muy potentes y con fondos públicos de pensiones muy sólidos, se basan en algo que no es generalizable como son sus reservas de gas y petróleo. Pero si estamos de acuerdo en que conviene encontrar las bases públicas imprescindibles sobre las que construir ese capital de todos y para todos, ahí tenemos el agua, el aire o la tierra. El futuro de la nueva seguridad social debería basarse en la capacidad conjunta de construir sobre los bienes comunes, evitando la dependencia financiera y preservando el patrimonio ambiental. El problema para otros, como Samir Amin, por ejemplo, es que el capitalismo actual es un sistema financiero integrado cuya lógica de apropiación es tan intrínseca que nunca permitirán esa refundación de lo común. Y, por tanto, la conclusión es que ya no hay espacio en el capitalismo actual para un nuevo compromiso social. Toda perspectiva de volver a los modelos de posguerra es, desde esta perspectiva, pura nostalgia. La única salida es reducir la dimensión integrada y global de ese capitalismo financiero.
El debate es significativo, ya que en uno u otro caso, la lucha por reducir el déficit público y por salvar el sistema bancario se lee de muy diversas maneras. Desde la perspectiva optimista (¿neosocialdemócrata?), eliminando el déficit público estaríamos poniendo las bases para acabar con la miseria. Desde la perspectiva pesimista (¿transformadora?), no hay salida posible si no se cambia la lógica del sistema. Más allá de esa dualidad simplificadora, lo importante para mí sería percibir señales que nos ayuden a entender para qué van a servir los muy significativos sacrificios a que estamos sometidos, y que, como bien sabemos, no se distribuyen de manera equitativa. Deberían darse, con cierta urgencia, pasos que permitan apreciar la voluntad, no de regresar a un pasado que no volverá, ni de dejar intocados muchos aspectos que hemos de reconocer que no funcionan bien en los servicios públicos, pero sí de buscar alianzas europeas para repensar problemas, buscar alternativas distintas para combatir la desigualdad, contando con la gente afectada e implicada. De no ser así, crecerán las posibilidades de nuevos episodios de conflicto generalizado.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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