Miguel de Molinos, mística salvaje
La apuesta quietista del escritor y teólogo es sencilla y radical: aniquilar las potencias del alma (memoria, entendimiento y voluntad) “para que Dios pueda vivir en ella”


Cuatro migueles hacen el genio español, según Machado. Miguel Servet, Miguel de Cervantes, Miguel de Unamuno y Miguel de Molinos. Servet ardió en la hoguera, Cervantes fue preso en Sevilla y cautivo en Argel, Unamuno desterrado en Fuerteventura y Molinos murió en las mazmorras de la Inquisición. Lorca fue asesinado, Gaudí atropellado, Camarón intoxicado, Juan Ramón pobre y exiliado, Vives, Buñuel y Picasso hicieron carrera en el extranjero. No es país para genios. Y, sin embargo, los hay y numerosos: Molinos quizá sea uno de los más singulares y olvidados. Se cumplen ahora 350 años de la publicación de Guía espiritual, un libro que conmocionó a la Europa cristiana. Una historia que acabó mal, pero cuyas intuiciones regresarán bajo otras máscaras.
Tras unos años en Valencia, en los que entra en contacto con Juan Falconi y los herederos quietistas de Juan Sanz, Molinos es enviado a Roma. En seguida adquiere fama y poder, sus devotos lo consideran un oráculo y su método recibe constantes muestras de adhesión. Goza de la amistad del papa Inocencio XI, del principal de los jesuitas y de Cristina de Suecia. Cardenales, monseñores y damas de sociedad se convierten en adeptos del sagaz asceta iluminado. “Corona la cima del prestigio y en pocos años se hunde en el abismo del vilipendio” (Tellechea). En 1675, zenit de su celebridad, publica la Guía espiritual. Su nombre corre por toda Europa, el libro alcanza más de 20 ediciones en diversas lenguas. Ofrece un método “para desembarazar el alma” y “aquietar la mente”. Su estrella brilla tanto que sus primeros opositores jesuitas ven con sorpresa cómo sus obras antimolinistas se incluyen en el Index. Pero se trata de una victoria pasajera. Un año después, tras la denuncia del cardenal D’Estrées, la Guía pasa a incorporarse al Índice de libros prohibidos.
¿Qué plantea la Guía? La propuesta no es nueva. Parte de un supuesto que reivindicará siglos después el filósofo de la ciencia Karl Popper. Sólo se puede conocer lo falso. Eso es la ciencia, el lento avanzar en el descarte de lo falso. La apuesta quietista es sencilla y radical: aniquilar las potencias del alma (memoria, entendimiento y voluntad) “para que Dios pueda vivir en ella”. Los recuerdos, las ambiciones y los conceptos son el ruido que impide que lo divino nos habite. Una vía de raigambre oriental, ensayada por los alumbrados, que fueron perseguidos con saña. También lo serán los quietistas. Y no sin motivos: la civilización occidental, erigida sobre el culto al individuo, la imaginación y la voluntad, corre el riesgo de desmoronarse.
Como los taoístas o los sabios hindúes, los quietistas consideran que la actividad es enemiga de la gracia. Todo lo importante cae del cielo como una lluvia. Tampoco conviene tratar de entender. La comprensión es enemiga de la gracia: hace imposible que Dios, el incomprensible, nos habite. La propuesta es radical. Querer saber es un afán del ego (muy legítimo, si hemos de creer a Aristóteles), pero impide “que Dios sea en ti”. No se trata de anhelar la nada, como afirman sus críticos. La experiencia de la nada es saludable, pero ese conocimiento también debe morir.
Molinos busca un estado más allá de lo simbólico. Un disparate fabuloso, morisco, andaluz, aragonés, quijotesco
Sólo podemos conocer lo falso. La quietud exige perfecta incomprensibilidad. ¿Y qué es comprender? Dependencia simbólica. El uso continuo de lo que Richard Rorty llamaba conversation stopper. Recurso conceptual que bloquea el diálogo invocando una autoridad última (ya sea el electrón, la neurona o la naturaleza humana) y funciona como un cierre de la discusión. Molinos, como los místicos shādhilíes, busca un estado más allá de lo simbólico. Un disparate fabuloso, morisco, andaluz, aragonés, quijotesco, con resonancias en la mística de todos los climas.
No es extraño que Molinos se ganara el odio de los jesuitas. Los Ejercicios espirituales, como los de la teoría cuántica, son ejercicios imaginativos. Y la imaginación debe descartarse. “Cuanto más se arrime a la imaginación, más se aleja el alma de Dios y en más peligro va, pues que Dios, siendo como es incogitable, no cae en la imaginación”. La idea es de San Juan de la Cruz, otro precursor de la oración de quietud. “No hay que temer que la memoria vaya vacía de sus formas y figuras, pues Dios no tiene forma ni figura”. Una idea heredada de la mística hebrea y sufí, como han mostrado Lola Josa y Luce López-Baralt. La imaginación es enemiga porque inquieta el alma, impide que Dios se aloje en ella y obre desde ella. Dios es el único obrero. Pero nosotros imaginamos (y queremos) ser sujetos. Esa imaginación mueve el teatro del mundo. Una ilusión creativa y fantástica, pero en última instancia irreal.
Los enemigos de la quietud son el maestro espiritual, el demonio y el alma. El maestro porque hay pocos los que hayan tenido la experiencia. El demonio por sus tentaciones mundanas y espirituales. El alma por sus inclinaciones y hábitos. Molinos distingue alma y espíritu. Lo propio del alma es la meditación, que es imaginación, memoria y voluntad. Lo propio del espíritu es la contemplación, que es el despojarse de esos hábitos: mirar sin memoria ni deseo. Asimilar el alma al espíritu, una deconstrucción radical para “que Dios sea en ti”.
Molinos fue quizá un personaje sensual y ambicioso. No se llega a la cima del poder si no se busca. En la India, hubiera sido un maestro tántrico, hábil en los métodos y cargado de ego. Pero Occidente no ha logrado desprenderse del halo de puritanismo que impregna la vida religiosa. Molinos fue acusado de ser un lobo vestido de cordero. Lo condenaron sus cartas, no sus libros, en los que se protegía al amparo de Autoridades. Al margen de la brutalidad de su condena, que expresa de modo inequívoco el miedo de nuestra cultura al trato con la Sombra, en el quietismo habita una posibilidad y una lógica que ha sido precipitadamente descartada. El místico habla, pero quiere acallar el ruido del lenguaje. Vive entre líneas, pero cuenta con la existencia de un sentido no explícito, caminero, evolutivo, donde la palabra y el silencio se contemplan una a otra y sonríen. Pues ni el silencio ni la palabra pueden dar cuenta del vacío indecible de lo divino.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.


































































