Los placeres y los días: Huguette Caland llena el Reina Sofía de libertad, carnalidad y color
Una magnífica exposición en el museo madrileño recorre la ‘joie de vivre’ en la obra de la artista libanesa, un nombre ajeno a todos los circuitos que pintó obras llenas de orondas anatomías brindadas al gozo

Antes de que estallara la guerra civil en 1975, se hablaba del Líbano como de la Suiza de Oriente Medio. Durante mucho tiempo, los años sesenta fueron recordados allí como “los años dorados”. Huguette Caland, hija del primer presidente de la República tras la independencia de Francia, con 30 años y tres hijos, pensó por entonces en reiniciar su vida dedicándose al arte. Su padre murió antes de que ella pintara su primer cuadro. Su madre provenía de una familia de banqueros. Beirut era una capital bulliciosa: grupos de artistas, fiestas y conversaciones en los estudios, galerías modernas, como Gallery One, fundada por su amiga Helen Khal, profesora en la Universidad Americana de Beirut, donde se matriculó Huguette.
Así pues, el arsenal retórico que valida las cosas en los centros de cultura contemporánea debería ser puesto entre paréntesis para su caso. Las “cuestiones de género”, “la geopolítica de la descolonización” o el “creciente neoliberalismo”, con los que han salpimentado sus notas informativas tanto el Museo Reina Sofía como el Deichtorhallen de Hamburgo, que coproducen esta magnífica exposición, resultan francamente ortopédicos. Huguette Caland nunca necesitó salvoconductos. No fue feminista (ella se ocupó de negarlo), no fue descolonizadora (se casó, dijeron, con un colonizador, adversario político de su padre, un francés del que tomó su apellido artístico). Fue una mujer libre como ninguna; su libertad era, eso sí, la libertad autárquica y esnob de los privilegiados, hecha de optimismo y desdén ante cualquier constricción a su santa voluntad.
Lo cual no quiere decir que su recepción, si no su obra o su biografía, no resulte hoy lastrada, como explica la comisaria Hannah Feldman, por la situación en Beirut tras la invasión israelí del pasado otoño. Es lo que ha impedido lamentablemente contar con más de 30 obras de extraordinarias colecciones, con las que la exposición hubiera sido todavía mayor. Ni que Huguette no tuviera siempre presentes a las mujeres palestinas de los campos de refugiados, por las que trabajó desde su propia ONG.

Pero su vida y su pintura son otra cosa. En 1970, abandonó todo y a todos, hijos incluidos, para trasladarse a París. Sus obras todavía libanesas ya mostraban la alegría, el humor y el descaro que fueron siempre suyos. Gruesas líneas negras evocan el enrejado de las celosías y las antiguas caligrafías orientales. Luego, ya en Francia, y adelgazadas hasta el extremo, dieron lugar a encantadores dibujos cómicos y eróticos trazados sin alzar la mano del papel, con la síntesis divertida de las viñetas. Los grandes vacíos entre ellas se convertirán, sobre los lienzos, en amplias áreas de color con las que sugerir orondas anatomías brindadas al gozo.
La delgadez de la figura femenina era un trasunto de la occidentalización de su país; Huguette decidió, pues, engordar y vestir su opulencia con los caftanes de la tradición, sobre los que pintó jocosamente las partes que ocultaba la tela. Ya en París, un día de 1979, Pierre Cardin le dijo: “Me gusta su ropa”, y ella le contestó: “A mí también”. Vemos algunos de esos holgados atuendos diseñados para el modisto, sobre los maniquíes igualmente grotescos. La serie Bribes de corps que pintó durante los años setenta quizá sea —dentro de lo que cabe— lo más conocido de su trabajo. Nalgas, vientres y labios cuya amplificada abstracción no esconde (sino que, al revés, enfatiza) la fruición de recorrer el cuerpo amado y ofrecer el propio. Ella consideraba esas pinturas como autorretratos.
Huguette Caland, una joie de vivre confiada a la gloria de la felicidad carnal. Huguette o el placer como brújula. Hacia la mitad de los años ochenta desapareció la frontalidad casi heráldica de aquellas figuras y el espacio comenzó a hacerse lábil como un denso fluido, en el que flotaban cadenas biomórficas en constante metamorfosis. Con todo, estas 200 piezas permiten comprobar cómo las maneras y las formas desaparecían de su obra, se mantenían latentes y luego reaparecían, incluso décadas después: los personajes bufos, las retículas mágicas como alfombras voladoras o como noches estrelladas. Antes que delimitar los cuerpos, las líneas señalan el deseo que los atrae hacia sus mutuas penetraciones. Grandes lienzos, festivos como los colores de una piñata de cumpleaños, recogen instantes de ese movimiento sin fin, tan gratuito como el juego y la risa.

En 1987, tras la muerte de George Apostu, el escultor rumano con quien convivía, Huguette decidió otro giro radical y se instaló en California. Exigió que la construcción de su casa —una enorme alcazaba en la sofisticada Venice Beach, en Los Ángeles— no incluyera puertas en las habitaciones. Y emprendió quizá el cambio más sorprendente de su carrera. Sobre papel japonés y con gruesos pinceles mojados en tinta, pintó abstracciones severas que inevitablemente evocan el minimal y a sus artistas —Agnes Martin, por ejemplo— con quienes sin embargo no tuvo ningún contacto, como tampoco lo había tenido con la neofiguración o el pop a los que podrían recordar sus obras parisinas.
No tuvo ningún contacto con ningún mundillo prestigioso. Era libre, nadie atendía a su arte. En su fortaleza americana reunía amigos —algunos, artistas, como Ed Moses— y, mientras ellos cenaban, Huguette hundía pinceles como escobas en un enorme vaso de cristal y pintaba sobre el suelo. No fue nadie en Estados Unidos. No había sido nadie especial en París. Sus primeras retrospectivas se celebraron en el Museo Hammer, de Los Ángeles, en 2016 y en el Instituto de Arte Árabe de Nueva York, en 2018, cuando ya había regresado a Beirut, donde murió poco después y donde se celebraron algunas otras. En la última y espléndida sala de esta exposición asistimos al movimiento final de su gozosa sinfonía: telas colgadas, no exactamente obras textiles, pero sí prendidas de la memoria de las labores tradicionales palestinas —y de Paul Klee—. Las pacientes puntadas, el esplendor de los amarillos y los azules. La vida era como una naranja que debía ser exprimida, hasta comerse la cáscara; eso dijo.
‘Huguette Caland. Una vida en pocas líneas’. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 25 de agosto.
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