Charles Ives: sorpresas aseguradas
Sony reedita las grabaciones que Columbia publicó hace 50 años en el centenario del compositor estadounidense, tan necesitado ahora como entonces de un vigoroso reconocimiento de su talento y originalidad
En 1874 nacieron dos compositores llamados a cambiar la música del siglo XX: Arnold Schönberg (en Viena) y Charles Ives (en Danbury, Connecticut). En el año que acaba de terminar se han celebrado, por tanto, sus sesquicentenarios, pero la suerte de ambas efemérides ha sido muy diferente, ya que el austríaco ha sido recordado casi por doquier (ocasión aprovechada por algunos para continuar denigrando su música, un empeño que viene de antiguo), mientras que pocos han incidido en la grandeza del estadounidense, que sigue situado tristemente en una suerte de limbo o tierra de nadie: demasiado americano para los europeos, demasiado europeo para los americanos.
Pero cualquier intento de encasillar a Ives incurrirá inevitablemente en el reduccionismo, porque el estadounidense fue un espíritu libre, entre otros motivos porque jamás vivió de la música, sino de los seguros, en los que también dejó el sello de su afán experimentador. Su éxito profesional le permitió hacer lo que más le gustaba, que era componer, sin depender de que ello le reportara ingresos o, incluso, de que su música se interpretara o no: de hecho, muchas de sus obras se estrenaron póstumamente. Nada hay nunca en ellas de canónico u ortodoxo y a todo el que escuche su música por primera vez se le escaparán con frecuencia gestos de asombro, cuando no de incredulidad, ya que Ives buceó en la atonalidad, los polirritmos, la disonancia libre, la politonalidad o los cuartos de tono antes de que lo hicieran quienes suelen tenerse por sus pioneros. Al igual que en los seguros, que modernizó decisivamente, Ives fue también en la música siempre por delante, con ocurrencias geniales, como superponer músicas completamente diferentes, y en apariencia irreconciliables, por el mero placer de comprobar cómo sonaba su inaudita simultaneidad. Su credo estético se resume en una nota que dejó para el copista en el margen superior izquierdo del manuscrito de El 4 de julio, una de sus muchas composiciones planteada como un collage sonoro: “Todas las notas equivocadas son correctas. Copie todo tal cual está. Así es como lo quiero”.
En muchas obras de Ives alienta el recuerdo eternamente vívido de las melodías que escuchó en su infancia a la banda que dirigía su padre, o de canciones populares, o himnos religiosos o, en realidad, de casi cualquier cosa, porque en Ives la música es, por encima de todo, un crisol al servicio de la memoria, de la descripción sonora –y, de alguna manera, visual– de cualesquiera hechos o paisajes, a veces con un derroche de comicidad, lindante incluso con el gamberrismo. Ives fue un libertario inquebrantable, un humorista sin igual (sus Variaciones sobre “América”, en realidad la melodía de God save the King, son literalmente hilarantes), un creador sin ataduras. Todo ello no debe entenderse, sin embargo, como sinónimo de superficialidad o, peor aún, banalidad. La música de Ives da siempre que pensar y así lo hace, ya desde su título, La pregunta sin respuesta, un tratado de metafísica en miniatura. Y no digamos ya el que quizá sea su opus magnum, la Sonata “Concord, Mass., 1840-60″, fuertemente influida por el trascendentalismo estadounidense, con dos de sus movimientos bautizados con los nombres de Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, natural de Concord. Si la Sonata “Hammerklavier” de Beethoven inauguró un mundo pianístico nuevo en el siglo XIX, otro tanto puede afirmarse de la Sonata “Concord” en el XX. De ahí que el hecho de que Ives cite en ella repetidamente las cuatro notas del comienzo de la Quinta Sinfonía del compositor alemán pueda provocar cualquier cosa menos extrañeza. Y por eso Pierre-Laurent Aimard ha tocado ambos Everests hermanados en un mismo y sustanciosísimo programa.
Todas las obras citadas, y muchas más, se recogen en la reedición de una caja de elepés que publicó el sello Columbia en 1974, cuando se conmemoró el centenario del nacimiento de Charles Ives. Se ha conservado el diseño de Henrietta Condak y la remasterización ha mejorado muy sustancialmente el sonido. Nada emociona más que escuchar, entre 1933 y 1943, al propio Ives tocar –y canturrear por debajo, como Glenn Gould– con una elocuencia expresiva inigualable extensos fragmentos de la Sonata “Concord”, a veces con improvisaciones interpoladas que dan fe de su innata vena transgresora. U oírle cantar y acompañarse al piano They Are There!, “una marcha bélica cantada” sobre un poema propio: él, que fue un pacifista a ultranza que luchó por la obligatoriedad de convocar un referéndum si su país quería entrar en guerra. Ives tenía entonces 69 años y desafina por momentos ostensiblemente, pero, aun con el fiato justo, transmite la convicción, la energía y el entusiasmo de un adolescente. El quinto disco de la caja de Sony recoge testimonios de personas que lo conocieron (familiares, amigos, intérpretes, colegas) y lo recuerdan bien como “Charlie” o como “Mr. Ives”. Es la pieza que faltaba para completar el puzle y dotar de perfiles más nítidos a este genio al que, 70 años después de su muerte, sigue negándosele –incomprensiblemente– el lugar que merece como el visionario que, siempre a contracorriente, puso a Estados Unidos en el mapa de la vanguardia musical del siglo XX.
Existen versiones contradictorias sobre si Ives y Schönberg llegaron a coincidir alguna vez, pero, si lo hicieron, solo pudo ser en una recepción ofrecida al músico austríaco por la Liga de Compositores estadounidense en 1933. Sí sabemos que, con su bonhomía y generosidad habituales, dio dinero para fomentar en su país la interpretación de las obras del autor de Pierrot lunaire, que poseía las partituras de la Sonata “Concord” (cuya música le había “emocionado enormemente”), The Fourth of July y de todas las canciones, una auténtica caja de sorpresas en la que Ives pone música tan pronto a un poema de Heine a la manera de los grandes liederistas románticos alemanes como, transmutándose radicalmente, a versos propios o de sus compatriotas. Tras la muerte de Schönberg en Los Ángeles en 1951, su viuda, Gertrud, envió a Charles Ives (que moriría en 1954 en Nueva York, pocos meses antes de ser octogenario) una hoja que había encontrado entre los papeles de su marido. Y en ella podía leerse, escrito a mano, lo siguiente: “Hay un gran Hombre que vive en este País: un compositor. Ha solucionado el problema de cómo preservar su propia autoestima y aprender. Responde a la negligencia con el desdén. No se siente obligado a aceptar elogios o reproches. Se llama Ives”. Charles Ives.
Charles Ives
Sony Classical. 5 CD
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