El Cristo gay que enseñaba demasiado
La polémica levantada por el cartel de la Semana Santa de Sevilla parece ignorar que religiosidad y disidencia sexual han convivido en las manifestaciones iconográficas desde el Concilio de Trento, por lo menos
Las redes sociales han estado viviendo un apasionado debate sobre la adecuación del cartel de la Semana Santa de Sevilla, firmado por Salustiano García. El escándalo, los insultos y una amplia diversidad de opiniones y alabanzas han traspasado con mucho la realidad local e incluso el entorno andaluz. Ayer un usuario en la red anteriormente conocida como Twitter recalcaba que, frente a la depravación moral sevillana, la celebración de la Pasión en Castilla tenía más altura “ética y estética”, lo que provocó la indignación de unos —los que defienden que en Sevilla queda algo de altura moral— y la alegría de otros —los que están deseando que se cumpla esa cita apócrifa de Santa Teresa: “En Sevilla, hasta el aire huele a pecado”—.
El primer éxito del cartel es haber cumplido con su principal cometido. Queda anunciado que en esa ciudad sucederán cosas que tienen que ver con un culto particular a las imágenes, un culto que ha venido indignando sucesivamente a las jerarquías eclesiásticas en varios momentos por sus excesos estéticos. Se dice que el arzobispo que llega a Sevilla tiene primero que lidiar con la idolatría y, posteriormente, incluirla en lo consuetudinario como forma de supervivencia. El cartel parece ir en esas direcciones, aunque me asaltó una duda teológica desde que lo vi. Ese Cristo guapo, joven, hecho a imagen del hijo del pintor para más escándalo, tiene más relación con la Resurrección que con la Semana Santa. Si bien es cierto, si seguimos con la comparación castellana, que los Cristos sevillanos tienen en ocasiones cara de poco sufrimiento (véase al de la Sentencia, de la hermandad de la Macarena), el protagonista del cartel tiene las heridas de las manos y el costado prácticamente curadas. No representa muy bien las figuras algo más ensangrentadas y dolientes que caracterizan la Pasión y Muerte, y da el asunto terminado antes de que comience el martirio propiamente dicho.
Más allá de la cuestión teológico-cronológica y el spoiler, el tema principal del debate es la indefectible vinculación de la imagen con el amaneramiento y el mundo kitsch. La blandura del Cristo de Salustiano, su rostro adolescente, sereno y esbelto, tal vez busque recordar a las visiones humanistas propias del reformismo católico de los setenta y ochenta, aunque el resultado hoy no nos recuerda a una parroquia de barrio periférico sino al universo estético de las Costus, a los mundos queer del arte pop y al pastiche. El cartel podría ser totalmente inapropiado si no existiera un debate eterno, presente en los mentideros al menos desde el siglo XVI y hoy tuiteado, sobre quiénes son los albaceas de las esencias de la irremediable y díscola religiosidad popular.
Para algunos, como el historiador Benito Navarrete, el cartel es una muestra de la tendencia “neobarroca gay” del arte religioso. Para otros, la religiosidad y la disidencia sexual han convivido de forma evidente en las manifestaciones iconográficas populares desde el Concilio de Trento, por lo menos. En ese espacio caben las grandes obras que cuelgan de los museos de forma más o menos higienizada, y podemos detenernos en interpretaciones sobre San Sebastián o en la activa y no solo intelectual preocupación por el cuerpo masculino de muchos pintores y escultores desde el Renacimiento para intentar resumir una larga tradición homoerótica. Además, es innegable que esta erotización tuvo en muchos casos razones piadosas, al menos desde san Juan de la Cruz: “Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura”.
La belleza física de los santos y de Cristo es también una razón teológica y una prueba de fe que atrae al creyente, así que el asunto excede con mucho al cartel y empieza a ahondar en contradicciones nunca resueltas, de largo recorrido histórico. En Sevilla, como explica de forma accesible el documental ¡Dolores, guapa!, dirigido por Jesús Pascual, la comunidad LGTBI ha ocupado un papel fundamental en las estructuras tentaculares de las hermandades, que no son sólo asociaciones de fieles en torno a una imagen engalanada. Siguen teniendo una labor en la estructura social de muchas ciudades y pueblos andaluces, como organizaciones asistenciales, de distribución del rédito social y de medraje. También, como se ve en la película, de repartición de tareas a partir de clasificaciones sociales conservadoras. Las personas LGTBI también han formado parte de estas clasificaciones y han pasado a esa microhistoria, sobre todo en el campo de la estética cofrade, aunque, insisto, a costa en casi todos los casos de ocultar su identidad sexual o de género.
Un reconocido homosexual, Juan Manuel Rodríguez Ojeda, se encargó de la renovación estética de la Semana Santa a finales del siglo XIX. Fue el bordador encargado de uno de los principales mantos de la Macarena, enseña estética y religiosa de Sevilla, el diseñador de su paso de palio y de los trajes de la Centuria Romana que acompañan en la procesión en la Madrugá del Viernes Santo. Trajes, por cierto, caracterizados por unos leotardos de color rosa y unas gigantescas plumas blancas que adornan el casco de estos particulares romanos. Salustiano podría haber pintado a un “armao”, como se les conoce popularmente, y tal vez nadie hubiera dicho nada. Pero el Cristo de este cartel termina enseñando demasiado, a pesar de su paño de pureza.
Juan Gallego Benot es escritor. Ha publicado el ensayo ‘La ciudad sin imágenes’ (La Caja Books) y los poemarios ‘Oración en el huerto’ (Hiperión) y ‘Las cañadas oscuras’ (Letraversal).
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