Lunares, calabazas, lujo y selfis infinitos: Yayoi Kusama, la artista que nos merecemos
Tras décadas de arrinconamiento y olvido, la japonesa se ha convertido en la creadora más exitosa de nuestro tiempo. Bajo su aspecto colorista y pueril, escapista y mercantil, su obra esconde múltiples capas de oscuridad. El Guggenheim de Bilbao le dedica una gran retrospectiva
¿Cómo incitar a la compra de un bolso de 8.000 euros con la inflación disparada y ante la ansiedad generada por la incertidumbre geopolítica? Louis Vuitton lo tuvo claro: recurriendo a Yayoi Kusama para que salpicara sus productos —faldas y abrigos, pantalones de mujer y de hombre, bikinis y gorros de pescador— con sus conocidos lunares. Y luego publicitando esa colección cápsula a través de una serie de gigantescas estatuas con el aspecto de la artista japonesa, ampliada a tamaño Godzilla, que levantaron en las calles de París y Londres, en una iniciativa situada entre el arte público y la publicidad encubierta.
El mensaje no era especialmente sutil: Kusama había invadido las calles y conquistado el planeta con sus manchas de colores. Y lo había logrado en tiempo récord: hasta hace una década, pocos recordaban el nombre de esta artista de 94 años, ataviada con pelucas en tonos chillones, que tuvo un momento de gloria pasajera en el Nueva York de los cincuenta y sesenta antes de caer en el olvido, regresar a su Japón natal, sufrir una depresión severa (no era la primera), intentar suicidarse, internarse por voluntad propia en un hospital psiquiátrico de Tokio y protagonizar, convertida ya en octogenaria, una resurrección bastante improbable. Kusama es la artista viva más cotizada y conocida de nuestro tiempo, una de las pocas que sabría identificar un niño de 7 años, una émula de Andy Warhol acusada de venderse al sistema y comercializar su trabajo a ultranza.
Y, aun así, todos los museos quieren su dosis de Kusama, garantía de éxito para seducir a un público masivo, imán infalible que convence hasta a aquellos que dicen aborrecer el arte contemporáneo. Los críticos encuentran en su obra la misma poesía que en una lámpara de lava o en las lucecitas de colores de un jardín de adosado, pero no hay ningún otro artista vivo que sea capaz de generar las mismas colas (y listas de espera) para entrar en sus exposiciones. El último en apuntarse al fenómeno es el Guggenheim de Bilbao, que este martes inaugura Yayoi Kusama: desde 1945 hasta hoy, una retrospectiva con 200 obras —pinturas, dibujos, esculturas, instalaciones y vídeos de sus performances— que recorrerá toda su trayectoria, con especial atención a lo que el ojo no suele ver: las infinitas capas de oscuridad que esconde una obra en la que muchos ven mero colorismo pueril y escapista.
Esa es la paradoja que desprende su arte, marcado por una infancia infeliz en Matsumoto, anodina ciudad de provincias presidida por un castillo del periodo Edo, donde su adinerada familia poseía un pequeño imperio de plantas y semillas, que hoy sigue regentando uno de sus sobrinos. Su pasión por las hortalizas procede de ese lugar, aunque no siempre hayan sido sinónimos de felicidad. Sus obras ocultan varios traumas de juventud: la guerra, las pésimas relaciones entre sus progenitores o sus primeros brotes psicóticos en ese entorno rural, en el que vivió alucinaciones diversas que le hicieron entender “la agonía de las flores”, como reza uno de sus poemas. Esta obra llena de simpáticas calabazas y colores histéricos hablaría, en última instancia, del terror a la muerte, de sus problemas de salud mental, de su frustración crónica ante la falta de reconocimiento y de un miedo a una autodestrucción que durante mucho tiempo consideró inevitable.
Su nuevo estatus también obedece a un cambio de contexto, ante la aceptación de las mujeres y el arte no occidental. Se ha convertido en una pionera, en una víctima copiada por los hombres de su tiempo
“En el mundo occidental se ha valorado su trabajo con otros criterios, pero esos son los asuntos contra los que ha luchado durante toda su vida”, expresa Isabella Tam, una de las comisarias del M+ de Hong Kong, el nuevo museo que concibió la exposición que ahora se puede visitar en Bilbao. Con todo, en los últimos años su trabajo se ha ido acercando hacia una mayor serenidad. ¿Una concesión mercantil a medida que su arte se iba convirtiendo en carne de cañón para los adictos a los selfis? Tal vez no sea la única explicación. “A partir de los ochenta, su obra se fue llenando de colores, coincidiendo con su ingreso voluntario en el hospital donde sigue residiendo. Es una transición de la oscuridad a la luz que refleja un cambio de filosofía vital. La creación se ha convertido en su fuerza para seguir en vida”, dice Tam.
La conservadora observa el influjo del zoomorfismo neolítico o del pensamiento confuciano y otras tradiciones asiáticas en su trabajo: el cuerpo como entidad indisociable del cosmos, los ciclos alternados de vida y muerte que vehicula la idea de resurrección. La serie My Eternal Soul (2016) parece llena de células en proceso de regeneración y colores como añiles intensos o naranjas ardientes. Una señal de que Kusama tal vez haya encontrado, como apunta Tam, “su propia salvación”. Su nueva higiene de vida —consistente en acudir cada día a su estudio, a dos manzanas del hospital, una fortaleza medianamente amable en el barrio de Shinjuku— ha suscitado un cambio en su trabajo que, por mucho que los escépticos desconfíen, tal vez no responda solo al oportunismo.
Con todo, esa transfusión de sangre nueva a su arte parece indisociable de su reciente popularidad. “Los tonos brillantes, que parecen indicar una superación del trauma, su estilo alegre y su mensaje consistente en difundir la paz y el amor en el mundo a través del poder del arte la han abierto a un nuevo público”, concede Akiko Miki, directora artística del Benesse Art Site, el espectacular complejo museístico de la isla japonesa de Naoshima, que ha convertido en emblema su obra Pumpkin (1994), dañada por un tifón el verano pasado pero reinstalada in situ meses después (en realidad, es una réplica de la obra original, aunque eso no importe demasiado).
Para Miki, que fue comisaria jefa del Palais de Tokyo de París durante 14 años, su estatus en la actualidad también responde a un contexto más favorable. “Detrás de su nueva reputación hay una serie de cambios sociales, como la aceptación del arte no occidental y de las mujeres artistas, que cuentan tanto como el hecho de que sus obras luzcan bien en Instagram”, añade. De repente, Kusama se ha erigido en una pionera, en una resistente en un mundo blanco y patriarcal, en una víctima copiada por los artistas de su tiempo, como Andy Warhol o Claes Oldenburg, según relata en La red infinita, las memorias editadas en castellano por Ediciones B en 2022 (y de las que ha desaparecido alguna referencia incómoda a los afroamericanos que figuraba en el original en japonés, como reseñó la prensa anglosajona cuando se publicó en inglés).
Warhol le habría copiado la idea de empapelar la galería de Leo Castelli con pósteres serigrafiados de sus piezas, como Kusama había hecho años atrás con las suyas propias. “Una clarísima apropiación o imitación de mi obra”, escribe. “Más adelante, cuando acudí a ver una serie de trabajos nuevos de Oldenburg y resultó que eran esculturas blandas, su mujer me llevó aparte y me dijo: ‘¡Discúlpanos, Yayoi!”, añade después. Se refiere a sus obras de falos textiles con las que se ganó cierto renombre en Estados Unidos, donde recibió el apoyo de Georgia O’Keeffe, Donald Judd o Joseph Cornell, con el que salió durante un tiempo. “Ni a mí ni a él nos gustaba el sexo, así que no lo practicamos”, precisa en Kusama: Infinito (2018), documental disponible en Filmin. “Comencé a hacer penes con el fin de curar ese sentimiento de asco. Reproducir aquellos objetos una y otra vez era mi manera de vencer el miedo”, precisa en su autobiografía, confirmando las tesis freudianas sobre la repetición obsesiva como respuesta a un trauma localizable, como casi todos, en su infancia. Su madre solía mandar a Kusama, la menor de cuatro hermanos, a espiar a su padre durante sus repetidas aventuras extraconyugales.
La artista nunca ha renegado de su calidad de vendedora ambulante. Ya en 1966, ante la imposibilidad de exponer en la Bienal de Venecia, decidió ocupar el exterior del recinto y vender un conjunto interminable de esferas reflectantes a los paseantes a dos dólares, como si fueran “helados o perritos calientes”. La obligaron a abandonar el lugar, como sucedió en sus protestas en el MoMA, al que denunció por exponer “un arte caduco”. Tres décadas más tarde, en 1993, volvía a Venecia como invitada oficial del Pabellón de Japón, donde ya había dejado de ser persona non grata por su perfil alborotador, y un centenar de sus obras forman parte ahora de la colección del museo neoyorquino que en otro tiempo le cerraba las puertas.
En los sesenta, Frank Stella le regateó la compra de una obra: ella pedía 75 dólares, él cree que le acabó dando solo 25. Hoy ese cuadro cuesta 750.000 dólares. La mirada sobre su trabajo también ha cambiado: más allá de su vinculación con el expresionismo abstracto y el minimalismo, se puede detectar en su obra la influencia del surrealismo, muy popular en el Japón de posguerra, pasado por el tamiz de la psicodelia hippy. E incluso del Barroco, con sus juegos de perspectivas y autoengaños voluntarios, que ella reinterpreta en sus célebres infinity rooms caleidoscópicas (aunque hay quien dice que se las copió del artista suizo Christian Megert, con quien compartió una exposición en Ámsterdam tres años antes de crear la primera en 1966), o la tensión entre armonía superficial y extrañeza subyacente en buena parte de su trabajo.
Su fama repentina debe tanto al mundo del arte como al de la moda, como demuestra su alianza con Louis Vuitton
La fama repentina de Kusama le debe tanto al mundo del arte como al de la moda. El primero en confiar en su potencial comercial como producto de lujo fue Marc Jacobs en 2012, cuando el diseñador dirigía Louis Vuitton. “La idea era que no estabas comprando solo un bolso, sino una obra de arte”, recuerda la historiadora de la moda Valerie Steele, directora del Fashion Institute of Technology (FIT) de Nueva York. “Fue una victoria absoluta para la marca, pero también para la artista, que se hizo mundialmente conocida. Es lógico que Louis Vuitton haya renovado esa colaboración, porque Kusama se ha convertido en un avatar de la marca”. Desde entonces, no hay firma de lujo que se precie que no haya estrechado sus vínculos con el mundo del arte, pero Steele observa más coherencia en esta propuesta que en otras. Al llegar a Nueva York, Kusama creó una línea de ropa y de telas japonesas, utilizó maniquís, zapatos y vestidos en su obra artística, y se reveló como una maestra del self-branding o autopromoción.
La contradicción es que se use una obra originada por la ansiedad psicótica como un instrumento de hedonismo mercantil. “Pero lo mismo puede decirse de la moda, en la que siempre hay un subtexto de finitud y de locura. La moda y la muerte son hermanas”, sostiene Steele. “La moda funciona con una serie de ciclos breves que se suceden hasta el infinito: la moda ha muerto, viva la moda”. La historiadora no cree que sus colaboraciones frecuentes con las firmas de lujo —además de Louis Vuitton, ha trabajado con Lancôme y Veuve Clicquot— acaben perjudicando su reputación como artista. “Todavía hay un estigma, aunque desde los tiempos de Warhol la autopromoción del artista ya está a la orden del día. Es propia de cualquier creador que piense de manera estratégica”.
¿Quién queda a salvo hoy de esa definición? Kusama es la artista que entendió que todos somos empresarios de nosotros mismos. Que el arte era consumo y la creatividad era mercancía. Que la moda podría ser el arte más exitoso de nuestro tiempo y las redes sociales, un escaparate más deseable que la mejor galería. Que la salud mental no era ningún chiste “en un mundo lleno de nada” y que la locura se iba a convertir, en ese siglo desquiciado, en algo casi normativo. Es la mujer que ha acabado ganando la carrera, contra todo pronóstico, en la recta final. Puede que sea la artista que nos merecemos.
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