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TRONO DE JUEGOS
Columna
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No juegues a mi juego: pistoleros, distopías y disonancias

Los videojuegos, como cualquier obra creativa, pueden descarrilar si traicionan su esencia para satisfacer al público a toda costa

Una imagen de la distopía soviética de 'Atomic Heart'.
Una imagen de la distopía soviética de 'Atomic Heart'.
Jorge Morla

En 2007 llegó al mercado una distopía submarina ambientada en los años 50 que se convertiría en uno de los juegos más influyentes de este siglo: BioShock. Como juego de disparos y acción (y un poco survival horror) en primera persona el juego funcionaba igual de bien que como crítica a un determinado sistema político: el objetivismo ultraliberal preconizado por la escritora Ayn Rand. Sus bases eran sencillas y narrativamente muy eficaces: un hombre acaba en un lugar aparentemente utópico que se había desmadrado por el mal uso de una sustancia que había hecho avanzar a la sociedad y otorgaba poderes a quien la consumía. Si aquel juego tenía implícita una crítica al individualismo, ahora llega su réplica al otro lado del espejo, Atomic Heart, de la desarrolladora rusa Mundfish, que jugablemente toma las lecciones aprendidas de BioShock (la mezcla entre armas y poderes) y conceptualmente plantea una crítica desde el otro extremo político: el fracaso de la utopía comunista.

Es una pena. Atomic Heart tiene el fuste económico de una superproducción, un diseño artístico, conceptual e incluso iconográfico soberbio y, sin embargo, no termina de funcionar. ¿Por qué? Es un término del que algunos abusan dentro del mundo de los videojuegos, pero su pecado recibe un nombre preciso y certero: disonancia ludonarrativa. Tratemos de explicarlo.

Las primeras horas del juego se desarrollan en escenarios subterráneos, cerrados y delimitados y en los que tenemos claro qué hacer y dónde ir. Ese comienzo, no por casualidad lo más similar a BioShock, es estupendo. Pero esas primeras horas pegan un giro radical cuando salimos a la superficie y el juego revela su apuesta por un mundo abierto en el que podemos incluso conducir para llegar a nuestros siguientes objetivos. Lo que antes era concreto ahora es abstracto y lo que antes era obligación ahora es libertad de movimiento en un mundo lleno de casas que saquear y lugares opcionales que podemos explorar.

Pero hay un problema. Todo está lleno de enemigos. Hay robots en número infinito. Robots voladores que reparan a los enemigos que abatimos. Cada paso que damos es un sufrimiento. Cada casa que exploramos es un infierno de dificultad que, además, no se ve recompensado con nada interesante. Es decir, mientras que el mensaje explícito que nos da el juego es “explora”, el mensaje implícito es el contrario: no te enfrentes a los enemigos, no explores esa casa o esa fábrica, ocúltate, pasa de puntillas por este mundo abierto. Es decir, el mensaje implícito es: no juegues a mi juego. Ahí está la disonancia ludonarrativa.

atomic

¿Por qué? Seguramente, para alargar el juego. Lo que podría haber sido un buen juego de 13 horas es estirado sin piedad para que dure 30. De nuevo, ¿por qué? Pues porque se supone que es lo que la gente quiere: mundos abiertos, elementos casi infinitos de personalización y mejora de armas y poderes, zonas opcionales que podemos explorar. Todos esos elementos que podrían enriquecer un juego, en este caso solo lo embarran: solo consiguen hacer torpe una experiencia que, más contenida, sería estupenda.

El personaje principal, además, es respondón e insufrible; un macho alfa de manual, que recuerda al icónico Duke Nukem, puro incluido. Optar por usar un personaje así puede gustar más o menos, pero al fin y al cabo es una decisión creativa. Lo que pasa con el mundo abierto, no. Eso es, se mire como se mire, un fallo. Un error a la hora de hacer un videojuego, porque traiciona el espíritu que el propio juego pedía, para adecuarlo a lo que se supone que la gente quiere. Salvando las distancias, es como si Almodóvar metiera con calzador un superhéroe en su última película porque, bueno, es lo que toca.

Bien pensado, no es tan mala noticia. Ha salido mal esta vez, pero el mero hecho de hablar de “lo que el propio juego pedía” nos lleva a un núcleo creativo, a una esencia artística que la obra encierra. Los videojuegos ya están en ese punto, y conviene analizarlos así, analizarlos por lo que los mimbres de una obra nos dejan atisbar de lo que podría haber sido. Solo así llegarán a dar su mejor versión. Y solo así llegarán a convencer al personal del arte que encierran en su seno.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.

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