El salvoconducto de King Gizzard & The Lizard Wizard
Con tres discos en un solo mes, la banda australiana recorre todos los estilos del pop-rock y logra mantenerse al margen de los debates sobre la apropiación
Desde el surgimiento de los nacionalismos políticos, la música ha sido uno de los principales fijadores de fronteras, sirviendo como justificante del fundamento autónomo de las naciones. La banda King Gizzard & The Lizard Wizard habita en una de esas privilegiadas regiones donde los aduaneros no operan y los músicos gozan de un salvoconducto para tomar y dejar sin preguntar. En su extensa discografía, que incluye 22 discos en solo 10 años de trayectoria —cinco este año, de los que tres salieron en el último mes—, han transitado por una inmensidad de estilos sometidos siempre a los bizantinos debates sobre la apropiación cultural, de los que dio fe el sonado caso de Rosalía, ahora cantante latina.
Sin embargo, esta vez los vigilantes no se han dado por aludidos. King Gizzard ya han pasado por la práctica totalidad de los estilos que el mostrenco pop-rock aloja: el garaje, la psicodelia folk, el psychobilly, el oeste de Morricone, el rock ácido, el pop melódico, el metal, la electrónica, el rock turco, el rap, el punk, el rock progresivo, el funk, el soul, el jazz-fusión, el glam, el blues, el jazz etíope o el grunge. En su música se escucha su versión de la historia del rock, acaso como siempre ocurre en cualquier músico, pero haciendo, en este caso, explícitamente audibles cientos de citas en el relato. Cualquier melómano las caza al vuelo escuchando sus discos; no están ocultas.
Sin embargo, ni asomo de denuncia de apropiación por parte de los vigilantes de ningún género, lo que demuestra que el mundo del pop-rock se ha vernacularizado, y lo ha hecho, paradójicamente, para poder internacionalizarse, del rock andaluz o argentino al pop coreano o cantonés. Cosmopolitismo estético, llama Motti Regev a este movimiento. Esta vernacularización ha llegado décadas después de que viviera su punto álgido en la música culta hacia los años veinte del pasado siglo. Ese cosmopolitismo señala, además, una cierta mirada acrisolada, tolerante, que unas músicas tienen para con otras. Sin embargo, como también señala Regev, el cosmopolitismo estético no es la construcción de una cultura transnacional, sino el respeto formal entre culturas musicales nacionales. Es decir, una especie de diálogo entre propietarios educados siempre que se les reconozca la propiedad.
El grupo ya ha pasado por casi todos los estilos que aloja el pop-rock, del garaje y el metal a la psicodelia folk y el rap
King Gizzard no juegan esa baza. Quizá tengan la suerte de que en Australia, de donde son, la construcción de un folclore resulta todavía más ruborosa, si cabe, que en naciones con más rancio abolengo, dejando la idea de autenticidad en un plano muy secundario. La banda australiana es refractaria a los discursos sobre la autenticidad, y es que no hace uso de los géneros como tales, respetando sus códigos sociales, ritos y formas, sino que los utiliza en tanto estilos que pone a jugar dentro de su música, herramientas de las que hacer uso para la construcción musical. No es, en absoluto, una banda de fusión; es una banda de rock psicodélico. Frente a quienes, como Rosalía, pasan de un género a otro siguiendo un esquema estratégico de visibilización en el mercado, los Gizzard no se mueven del marco sociológico del rock.
Era cuestión de tiempo que una banda así tomara notoriedad. Su generación, la de los nacidos en los noventa, se ha criado con un acceso a la inmensidad musical antes impensable. Hasta hace no mucho, un músico con curiosidad solo con mucha dedicación podía transitar de Bob Dylan a Kreator, Guided by Voices o Erkin Koray, del folk y el metal a la microtonalidad o el jazz modal, como ha sido su caso. Esos músicos, de hecho, había que buscarlos más bien en la vanguardia (John Zorn, Fred Frith, Bill Frisell, Jim O’Rourke), pero nunca, como ocurre con los australianos, en el circuito del pop-rock internacional.
El uso de diversas herramientas estilísticas en su música no viene, al menos no a priori, por una vena multiculturalista, trasunto de una electrificación de la world music, aunque esa imagen de eclecticismo tolerante sin prejuicios, sumada a unas letras que tratan trasuntos del ecologismo, les hayan funcionado muy bien como reclamo. En principio, es el propio trabajo con el material musical el que, cada vez con más claridad, les hace necesario tomar ideas e imágenes de unos y otros géneros. Cada uno de los discos de estudio que editan tiene un rasgo diferencial, una especie de clave, de idea rectora o de ejercicio de estilo.
Por ejemplo, su álbum más reciente, Changes (2022), está concebido como un “ciclo de canciones” en el que todos los temas tienen la misma progresión de acordes. Antes ya habían grabado discos en los que exploraban la microtonalidad (como Flying Microtonal Banana, de 2017), otro en el que todos los temas tenían la misma extensión de 10 minutos y 10 segundos (Quarters!, de 2015), una reflexión sobre el Sketches of Spain, de Miles Davis (Sketches of Brunswick East, 2017) o un disco grabado a un tempo fijo de 60 pulsaciones por minuto (Made in Timeland, 2022).
Theodor Adorno se refería a un congreso de músicos nacionalistas de 1927 como una reunión de la Internacional Nacionalista musical en la que refrendaban la validez de sus cadenas, “que ellos llaman vínculos”. King Gizzard & The Lizard Wizard, desde luego, no son completamente ajenos a este juego de dialéctica de plástico entre lo local y lo universal. Sin embargo, ese explícito desprecio a la autenticidad, esa pulsión que llama a usar el material musical en tanto material musical, que no nacionaliza las cuestiones musicales, les ha permitido no ser objeto de las monsergas morales de los aduaneros, granjeándoles un potencial de libertad creativa que en sus manos está aprovechar.
King Gizzard & The Lizard Wizard
KGLW
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