‘Los colores de la política’ o cómo el rojo de Luis Aragonés mató a la España negra
Jordi Canal defiende que un color es, por encima de todo, una idea, en un ensayo que analiza su carga simbólica a lo largo de la historia de España
“Me gustaría que la selección tuviera un nombre, una identidad”. Luis Aragonés expresó este deseo en 2004 al llegar al banquillo de la selección. “Igual que Brasil es la canarinha o Argentina la albiceleste, me gustaría que España fuera La Roja”. Cuenta Eduardo González Calleja que, de entrada, la denominación propuesta por Luis el Sabio despertó la hostilidad de sectores políticos ultraconservadores. Pero cuando empezó el ciclo glorioso de la selección española, la polémica quedó en nada. Lo que ocurrió fue un estallido de nacionalismo banal a través del deporte de selecciones —nada que no supiese Mandela— que logró lo que no había ocurrido durante más de un siglo: la despolitización del rojo en la controversia pública española. De ser el color de unos —el que permitía estigmatizar a una de las dos Españas— pasó a ser el color que simbolizaba la moderna normalización de nación. Aunque en el Mundial de 2018, precisamente en Rusia, un nuevo diseño generó otra polémica. Al rojo se le había añadido una banda azul petróleo. Al verse por las pantallas parecía que los jugadores lucían el morado republicano. El camarada Girauta, en el banquillo del equipo naranja, desconcertado al verlo, se hizo esta pregunta hamletiana: “¿En serio?”.
En el Mundial de 2018, la camiseta generó otra polémica. En pantalla parecía que los jugadores lucían el morado republicano
¿En serio puede escribirse una historia política de España, la que surge después de Cádiz, investigando la carga simbólica de los colores? Este volumen colectivo, interesantísimo y con álbum incluido lo demuestra. Blanco, negro, rojo, amarillo, morado, azul, violeta, verde, naranja. La hipótesis semiológica que permite desarrollarlo es la afirmación de Jordi Canal en el prólogo: “Un color es, por encima de todo, una idea”. Una idea potentísima: configura identidad colectiva.
Ya en 2008, en un artículo académico sobre los colores y los nombres de los enemigos en las guerras civiles, el historiador Canal empezó a investigar sobre el asunto. No debía pensarse que era trivial, decía entonces y repite ahora. Lo sería si se abordaba de manera descontextualizada, obviando que lo aparentemente menor, bien analizado, puede revelar lo más significativo. Bleu. Histoire d’une couleur, de Michel Pastoureau, lo había demostrado en 2000. Un color adquiere significación no solo cuando describe, sobre todo cuando identifica o estigmatiza. Al pueblo, a la nación, a los reyes. Desde la Revolución Francesa, por oposición al rojo popular, la sangre azul era la aristocrática. ¿Todavía hoy? Más fútbol y política. No fue casual que Felipe VI llevase una corbata verde en la final de la Copa del Rey de 2017. Era, según Canal, “un silencioso grito de afirmación” monárquica que empezó a ser habitual cuando empezaron a generalizarse las críticas a su padre. En realidad, nada nuevo. “Desde la década de 1820 color era sinónimo, en tierras hispánicas, de opinión, partido o facción política”. En 1865 circulaba ¡Alerta, pueblo español! Folleto de actualidad que deben leer los blancos, los negros y los rojos, análisis de los cinco principales partidos y donde podía leerse que en unos y otros había “intrigantes de todos los colores”.
A la enseña rojiamarilla le costó medió siglo su plena nacionalización. Lo cuentan Moreno Luzón y Núñez Seixas, retomando argumentos de su libro Los colores de la patria. El proceso estuvo ligado a la pugna entre los liberales y los defensores de una monarquía tradicional o absoluta. Y se completó cuando el país se enfrentó con otros países. Su significado definitivo quedó fijado en pésimos versos destinados a honrar la bandera para exaltar a la ciudadanía. “De rojo y amarillo está partida; / dice el rojo del pueblo la fiereza; / el amarillo copia la riqueza / con que su fértil suelo nos convida”. España ya tenía su cromatismo, pero antes la paleta más maniquea había servido a batallas internas. Todavía no los rojos y los azules. Los blancos y los negros. En Madrid, tras la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis, las clases populares de la ciudad se entregaron a tres días de desgobierno, persiguieron a los liberales y saquearon sus propiedades. No tenían miedo porque se sabía con quién se identificaban: vestían de blanco. El negro era el color para estigmatizar a los liberales y, para curarse de espantos, el vicario general del obispado de Barcelona tomó una decisión inversa al racismo blackface: mandó pintar de blanco el rostro de la Moreneta de Montserrat.
A finales del siglo XIX, cuando la vivencia de la nación se injertó a la de decadencia alrededor de la pérdida de las colonias, el republicanismo consolidó la idea de que la bicolor no representaba a la nación sino a la monarquía. Esta crisis cromática alimentó dos vectores. Poco a poco la tricolor fue desplazando a la oficial, en especial a partir de la tercera década del siglo XX, simbolizando una España nueva. El morado tenía sus resonancias históricas: era la versión del nacionalismo liberal de la gesta comunera. Pero de fondo iba ganando intensidad una energía negativa a la hora de pensar el país que también encontró su color: la España negra dibujada por Darío de Regoyos. El imaginario asociado a la negritud en España lo explora Ucelay-Da Cal en unas páginas densas, como las de un Edward Said, para investigar sobre mitos, traumas y tabús que habrían configurado la españolidad. Ese habría sido nuestro color especial. Y, según Ucelay, esa identificación que representaba desde los jesuitas hasta la pobreza habría dejado de operar en el siglo XXI. ¿Dejamos de ser differents? Uno tiende a pensar que el Sabio de Hortaleza tenía razón.
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