_
_
_
_

El arte de la relectura: ¿deben todos los musicales hablar del presente?

La coincidencia de los ‘revivals’ de ‘Oklahoma!’, ‘My Fair Lady’ y ‘Cabaret’ en la cartelera de Londres suscita una pregunta: ¿deben esos clásicos ser necesariamente actualizados, adaptados y acomodados al contexto actual?

My Fair Lady
Escena del musical 'My Fair Lady', de Lerner & Loewe en el London Coliseum.

Aunque es un género relativamente reciente, el musical ya tiene sus clásicos, que han entrado en el selecto y a menudo dispendioso circuito donde pueden ser releídos como si fueran Hamlet o Dido y Eneas. Hemos dicho “pueden”, pero habríamos podido decir “deben”. He aquí la cuestión: ¿son necesarias las relecturas? ¿Para qué sirven? ¿Realmente todo debe ser actualizado, adaptado, acomodado, o bien cuestionado, incluso distorsionado? ¿Tiene que remitirnos todo al presente? O, desde otro punto de vista, ¿no hay necesidad de releer un clásico porque la riqueza de significado sobrevive heroicamente al paso de la historia y no requiere subrayados coyunturales? ¿No vienen las obras, en cierto modo, ya releídas de casa, pues lo que se ha dicho una vez nunca es lo mismo cuando se vuelve a decir? Y un interrogante más: ¿no tienen las relecturas el efecto a menudo benéfico de que, al ver lo que se ha cambiado, añadido, suprimido, etc., leemos sobre todo —y mejor— el original? Tres revivals coinciden ahora mismo en la cartelera de Londres y, en distinto grado y por distintos medios, los tres señalan a nuestros días. Por orden cronológico de composición, vamos a intentar contribuir al debate.

Oklahoma!

Esta histórica función, el primer “musical de libreto”, evolución del género de comedia con canciones y bailes sin unidad dramática ni leitmotivs de las décadas de 1920 y 1930, “cambió radicalmente –según Alan Jay Lerner– el curso del teatro musical”. Basada en una obra de teatro ya olvidada en su día (Green Grow the Lilacs, de Lynn Riggs, de 1930), se estrenó en 1943, en plena guerra mundial, y tenía los suficientes elementos para ser acogida como un gran idilio americano, animoso y patriótico. Pero el texto, entonces como hoy, tiene sus complejidades. Patrick Vaill, uno de los actores clave de esta novedosa y joven versión, en la que él lleva desde sus orígenes (2015) en un taller universitario del Bard College de Nueva York, ha declarado que “no fingimos ser esos personajes, revelamos quiénes somos nosotros”. El nosotros sin duda alude al pueblo americano. Pero ¿no lo revelaba, entre todo su entusiasmo y sus alegres e ingeniosas melodías, la función en 1943?

El libreto de Hammerstein introducía ya en el cuadro de una comunidad pionera algunos elementos conflictivos, que es lo que ahora se trata de resaltar. El primero, importante en todo western, es el enfrentamiento entre agricultores y ganaderos, pero nunca pasa a mayores y se resuelve –con esa voluntad de armonía que caracteriza toda la obra– en un buen baile y en la conversión nada traumática de un cowboy en farmer; hay que decir que en el nuevo montaje este conflicto ni se nota. El segundo conflicto, más potente, consiste en un colorido juego de triángulos amorosos: uno de ellos, cómico y vivalavirgen, cuyo centro es una chica muy alegre que cain’t say no, ensalza la frivolidad y el cachondeo, antídotos casi obligados en un territorio donde los padres te obligan a casarte a punta de rifle; el otro, en el que una chica no tan alegre duda entre dos pretendientes, arrastra el pathos de no poder (saber) permitirse la ambigüedad: uno de los pretendientes tiene que ser sacrificado. En el original, muere violenta pero accidentalmente; en esta relectura, que ha tenido que batallar un poco con los herederos de Rodgers & Hammerstein, suplica que lo maten, y la chica ordena que la súplica sea atendida. El asesino material es el pretendiente rival, que, hasta entonces pintado como un chulo, dispara horrorizado, manchando de sangre su blanco traje de boda y el de su novia. Es luego absuelto en un juicio-farsa, muy representativo de una comunidad históricamente incómoda con la Ley.

La armonía, en fin, no se conquista sin bajas. Y aún falta un tercer lado conflictivo: la presencia de dos forasteros, esos advenimientos siempre sospechosos para las comunidades. Uno es un pillín, dice que “persa”, pero está totalmente asimilado, así que no molesta y encima divierte, si por diversión entendemos, en ese ambiente de machitos, cosas como salpicar con cerveza a la cara al público más cercano. Pero el otro, un jornalero vagabundo, de pasado oscuro y vida de agujero –tratado con respeto en el original, sin ninguno en la película de 1955 y aquí con verdadero amor–, es un incordio, porque además está enamorado de la chica no tan alegre: como bien le recuerda su rival en un número terrible escenificado totalmente a oscuras, sería mejor que estuviera muerto. La violencia y la impunidad ya estaban en 1943, como lo estaban el apetito sexual —ahora con mucho manspreading y mucho meneo— y sus a veces tenebrosos acompañantes. Daniel Fish, el director del nuevo montaje, con la partitura reorquestada al estilo country sin saltarse ni un verso ni un baile, destaca la duda y la exclusión, en un escenario central sin munificencias operísticas, indistinto de los bancos donde se sienta el público, con rifles colgados por todas partes y una iluminación radical, plana y superintensa, que rara vez crea distancia. Las patadas en el suelo retumban tanto como intimidan. Pegada –aparte de la excepción mencionada– al texto, empeñada lúcidamente en que lo escuchemos, la relectura tal vez aspire menos a desvelar las oscuridades de los idilios que a indicar cómo no se deben leer. El signo de admiración del título (Oklahoma!) cobra un enorme significado.

Escena del musical 'Oklahoma!', de Rodgers & Hammerstein en el Young Vic, Londres.
Escena del musical 'Oklahoma!', de Rodgers & Hammerstein en el Young Vic, Londres.

My Fair Lady

El caso de My Fair Lady, estrenada en 1956, y ahora en un montaje de 2018 del Lincoln Center de Nueva York, es el único de los aquí tratados en que remitirse a la obra teatral de la cual parte, Pigmalión (1914) de George Bernard Shaw, parece pertinente. Pues se trata de una relectura blanda: Shaw debe de removerse en su tumba cada vez que se lleva a escena, primero porque había prohibido que de su obra se hicieran musicales, y segundo porque odiaba la suposición de que los dos protagonistas acababan juntos (hasta tal punto que, cuando en 1941 se publicó el texto, añadió un largo epílogo en que dejaba muy claro que Eliza y el profesor Higgins ni se enamoraban ni se casaban, sino que quedaban como amigos). Ciertamente Pigmalión es una farsa desconcertante, insolente y muy moderna –de hecho socialista– contra “la moralidad de la clase media”, también en el aspecto del amor y sus instituciones. My Fair Lady, en cambio, es más que nada una opereta graciosa, perfecta y romanticona. En tiempos en que dos de sus temas principales –la clase y el género– son especialmente candentes, se diría que un nuevo montaje debería verse tentado de rebajar a Lerner & Loewe y restaurar a Shaw. Bartlett Sher, el director de este en concreto, se ha decantado por Lerner & Loewe, pero con elegantes matizaciones.

El espectáculo es tremendamente Broadway: los decorados bailan literalmente gracias a ingenios giratorios y a un constante movimiento a menudo activado por el propio elenco; la profusión de espacios, actores, músicos, bailarines y cantantes prodigiosos es abrumadora; las luces, sofisticadísimas; y en la función de Londres hasta sale Vanessa Redgrave. Sus virtudes de teatro de mecanismo, dirigido sin fallo a golpe de metrónomo, parecen sobreponerse a todo y ciertamente diluyen las sustancias problemáticas. El gran problema siempre ha sido el profesor Higgins, misántropo y misógino pero partidario también de las mujeres fuertes e independientes; tiene más cabeza que corazón, órgano que para él es un atraso. Aquí está más infantilizado que de costumbre, un peligro que la magistral interpretación de Harry Hadden-Paton salva con la ayuda de un decorado de casa de muñecas que a medida que avanza la función acaba envolviéndose en un aire, sí, ibseniano, amenazante. También contribuye que su contrafigura, el joven pretendiente de Eliza, esté aún más infantilizado que él: lo que en principio era un galán ahora es un payaso bobalicón. Lo cual está muy bien, pero enrarece su única y gran aria, The Street Where You Live, que la tradición siempre ha invitado, de forma harto convincente, a que nos la creamos.

¿Está, pues, asomando Shaw? Sin duda. El otro gran contrapeso debería ser robarle protagonismo al indestructible profesor para dárselo a Eliza. Difícil empresa, porque el personaje no se deja, pero se intenta. Eliza, que aquí interpreta magníficamente Amara Okereke, de ascendencia nigeriana, marca el discurso de clase y tiene espléndidas ocasiones para manifestar sus progresos en el camino de la liberación: hacia el final de I Could Have Dance All Night el decorado —el “laboratorio” de la casa de muñecas— retrocede para dejarla sola, dueña de sí misma, en el gran espacio del escenario. Claro que luego vienen las decepciones: la joven vendedora de flores ávida de educación ignoraba que la educación supondría para ella un desclasamiento desolador, como queda bien patente en la siempre delicada escena —gentileza de Lerner, no de Shaw— en que, ya educada, vuelve al mercado de flores en busca de solidaridad y nadie la reconoce. Aun así, tiene su gran final: el profesor, más que pedirle, le implora las zapatillas, pero ella pasa de largo, cruza la cuarta pared y se pierde entre el público. ¡No da un portazo… pero no, no acaban juntos! ¡No triunfa el sentimentalismo! La relectura tal vez arranque una sonrisa a Shaw desde donde sea que nos contemple.

Cabaret

Esta función es la que más cuestiones suscita en torno a las relecturas, y no precisamente por su florida historia textual: no solo es, como las otras, adaptación de una obra teatral (I Am a Camera, de John van Druten, estrenada en 1951 y llevada al cine en 1955), sino una adaptación de una adaptación (de las autobiográficas Berlin Stories de 1939 de Christopher Isherwood). Sin embargo, Cabaret, desde su estreno en 1966, por sus innovaciones dentro del género, siempre ha oscurecido sus precedentes y brillado con luz propia. ¿Necesitaba, en fin, esta obra pulcra y a la vez osada, de filiación brechtiana, irreprochable en su concepción, discurso e intenciones, ser releída? ¿Qué se le puede sacar que no haya estado siempre a la vista? La directora, Rebecca Frecknall, recupera la idea de Sam Mendes de 1993 de convertir el teatro (aquí, todo el teatro, incluido el vestíbulo) en un cabaret, con una carísima reducción de aforo y un pequeño (¡muy pequeño!) escenario central con mesitas alrededor donde se da de comer y de beber: como en Oklahoma!, la inmersión del público es completa. Pero Frecknall se aleja de los modos cínicos y guarrindongos de Mendes para jugar —vaya temeridad— con la naïveté y el sentimentalismo. El temible maestro de ceremonias parece convertido en un clown de maneras infantiles; Fra Free, el actor que lo interpreta, canta a veces con voz de monaguillo. Amy Lennox, en el papel de Sally Bowles, que siempre ha sido bastante payasa, canta Maybe This Time (traída, como Money Money, de la película de 1972, no de la función original) como una ensoñación tristísima, casi en voz baja, sin ímpetu de superviviente ni alardes vocales. Los números de cabaret son, ante todo, festivos, escapistas, leave your problems outside. La pareja formada por la patrona de la pensión y el frutero judío no está sometida a escarnio, es dulce y emotiva. El viajero novelista es lo que siempre ha sido: un joven generoso y romántico; pero su función de voz de la conciencia es dramáticamente irrelevante y la paliza que le dan los nazis dura cuatro segundos.

Entonces ¿dónde está lo grotesco? ¿Dónde el espejo deformante? Esperemos un momento. La cruz gamada solo aparece una vez en la función, por sorpresa, en un brazalete que se descubre al quitarse la americana el personaje del contrabandista. No necesita aparecer más. Por una astuta y sutil sinécdoque, lo que pasa a simbolizar el nazismo es el traje de hombre civil. Poco a poco se van acabando los sentimentalismos, la diversión, las tonterías. Y entonces recordamos que el maestro de ceremonias ha sido siempre en esta obra el cabeza de cartel. Nos puede haber engañado. Lo que movía eran quizá otros hilos. No es tan simpático ni tan niño. Podría incluso ser un nazi. El caso es que reaparece vestido una vez de monstruo críptico y pelín ampuloso –las relecturas serias tienen esos hándicaps– en una extrañísima escenificación de Money Money, y otra de augusto acompañado de un nuevo monstruo, un gorila de tamaño natural que parece de verdad y da mucho miedo. Pero a partir de entonces se pone un traje gris. La voz de monaguillo es brutalmente sustituida por una rotunda voz de tenor que, de traje, le canta a la pobre Sally I Don’t Care Much con una violencia y una falta de piedad impresionantes. La misma Sally canta Cabaret, inútilmente indignada, vestida de traje; el oversize —aparte del gesto y el maquillaje corrido— la hace parecer una marioneta maltratada. Las cabareteras se ponen traje, la patrona de la pensión que no ha querido casarse con el judío se pone traje, el mismo judío que piensa que todo esto pasará se pone traje. Al final —al igual que en Oklahoma!— los actores salen a saludar como una unidad, sin distinción entre protagonistas y secundarios, y no hay música.

¡Cómo! ¿Para eso nos esperaban en el vestíbulo danzas zíngaras y chupitos de vodka gratis? ¿Para eso nos han sacado a bailar al principio del segundo acto? El fascismo se nutre de la sociedad civil y se desarrolla en ella, articulándola en una uniformidad siniestra. El traje, que parecía desnazificar la obra, trae, al contrario, el nazismo al presente. En mayor medida que en Oklahoma!, la ampliación del espacio escénico al espacio del espectador sigue la prescripción teatral moderna de crear claustrofobia y una sensación inapelable de haber sido alistados. Esta es la relectura. Y, como la de Oklahoma!, es una relectura histórica, pero de la historia de hoy.

‘Oklahoma!’. Rodgers & Hammerstein. Young Vic. Londres. Hasta el 25 de junio.

‘My Fair Lady’. Lerner & Loewe. London Coliseum. Londres. Hasta el 27 de agosto.

‘Cabaret’. Kander & Ebb. Playhouse Theatre. Londres. Hasta el 1 de octubre.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_