La profecía del Retiro
Los libros, los tranvías, las caminatas, las compras en una tienda donde lo atiende a uno un ser humano, pertenecen a una categoría particular de anacronismo: la que de repente es el porvenir
Lo mejor de la Feria del Libro es su anacronismo. La Feria del Libro es tan anacrónica como las bicicletas, como los tranvías, como el hábito de ir a pie a los recados y a las compras, el de charlar con un amigo, o el de encontrar un amor en el mundo real y no en las redes sociales, o el de refrescar la casa entornando puertas y cortinas y favoreciendo las corrientes de aire. La Feria del Libro es un anacronismo en la misma medida en que puede serlo un concierto donde el sonido no está amplificado electrónicamente, o donde ha de mantenerse una concentración silenciosa durante media hora o una hora y con un poco de suerte no se va a oír la musiquilla de un teléfono. La Feria del Libro es tan anacrónica como los libros mismos, impresos con tinta física en papel, en la misma celulosa de la que están hechos los troncos de los árboles que la rodean y le dan sombra, y de los que viene a veces hasta las casetas una brisa consoladora en el calor de Madrid, así como un rumor de hojas y de cantos de pájaros que solo llegan a oírse en los momentos raros de silencio, cuando no los cubren los reclamos de los altavoces o el clamor de la multitud que se pasea festivamente y elige anacrónicamente los libros no mirándolos en una pantalla y pulsando con las yemas de los dedos, sino tocándolos con las manos, intercambiando comentarios y formas diversas de pago con vendedores que tienen una presencia tan radical como ellos, hecha de voces y miradas, el puro imán de la cercanía física. La Feria del Libro es tan anacrónica que hasta los autores aparecen en ella en persona, y estampan sus palabras y su firma con un instrumento de escritura manual, sobre el papel mismo en el que está impreso lo que antes escribieron.
Los libros, los tranvías, las caminatas, las compras en una tienda donde lo atiende a uno un ser humano, pertenecen a una categoría particular de anacronismo: el de las cosas que parecen pertenecer al pasado y de pronto resulta que a lo que pertenecen es al porvenir, aunque no al decretado por esos expertos que surgen de pronto armados de un aplomo y de una desenvoltura en sus vaticinios que les otorgan un aire inmediato de infalibilidad. La ventaja de ir adquiriendo una cierta perspectiva temporal —de ir haciéndose viejo, en otras palabras— es que uno ha asistido ya unas cuantas veces a ciclos de predicción autorizada y consiguiente incumplimiento, de promesas más o menos utópicas y resultados desastrosos. La ortodoxia urbana que prevaleció en nuestra primera juventud era la de las anchas avenidas abiertas a los coches, la de la separación tajante entre los espacios de comercio y actividad económica y los residenciales. Una vez le oí decir al arquitecto Sáenz de Oiza, en un acto público, que para asomarse al mundo importaban más las pantallas de televisión que las ventanas, y que el porvenir de las ciudades estaba en seguir el ejemplo de Los Ángeles. Hemos visto celebrar como éxitos de la modernidad la eliminación de los tranvías y los bulevares arbolados, y hemos oído las mismas profecías enunciadas por utopistas de izquierdas y por propagandistas de la abolición de todo límite a la economía de mercado. Me acuerdo de un amigo severamente marxista que me censuró una vez como pequeñoburguesa y retrógrada mi defensa del pequeño comercio frente a los grandes centros comerciales: al parecer, esa concentración representaba un desarrollo de las fuerzas productivas que iría facilitando, por las leyes inapelables de la historia, la transición al socialismo.
Hace 14 o 15 años, en la época en que compré el primer Kindle, el libro en papel parecía condenado a una rápida extinción, igual que los periódicos en papel, y que las editoriales, y que la modesta aspiración de escritores, músicos y artistas a recibir el fruto de su trabajo, y no por vía de la limosna o la subvención oficial, sino del pago razonable hecho por aquellos que disfrutan libremente de él, beneficiándose también de esos otros saberes y destrezas profesionales que sostienen las tareas creativas: libreros, impresores, distribuidores, técnicos de todo tipo. Fue la época dorada de los expertos en futurismos tecnológicos, de los profetas de la libertad entendida como el ejercicio impune de la piratería, aunque con ciertos límites curiosos: nunca pidieron la gratuidad de las conexiones a internet, y si pirateaban con orgullo libros o películas o canciones tampoco se sabe que robaran nunca un ordenador o un teléfono móvil, o que se enfurecieran contra Amazon, Apple o Telefónica igual que lo hacían contra los escritores, músicos y artistas que daban la cara denunciando el expolio.
Nada se queda anticuado más rápido que el futuro. El futuro, hace 10 o 15 años, era el libro electrónico, igual que un poco antes lo había sido el CD-Rom, de cuya novedad solo nos acordamos personas ya de cierta edad. El futuro eran aquellos pasos elevados para multiplicar el tráfico, tan obsoletos ahora como su nombre, Scalextric: ahora resulta que tienen mucho más futuro los carriles-bici, y que la ciudad en la que deseamos vivir y en la que podremos hacerlo sin envenenarnos los pulmones es la de las supermanzanas abiertas al comercio y a la convivencia cívica, la ciudad del cuarto de hora, la ciudad de escala humana en la que podamos encontrarnos por la calle con un amigo y no corramos peligro de ser atropellados al cruzar un paso de cebra. Y no habrá mayor conquista urbana que el regreso de un espectáculo tan anacrónico que ya solo lo vemos en las fotos en blanco y negro: niños y niñas jugando en la calle. Ahora vemos películas antiguas y nos sorprende que la gente fumara tanto en ellas, en el pasado que retratan, que es el que vivimos y recordamos muchos de nosotros. Estoy seguro de que en un porvenir no muy lejano las personas se sorprenderán así al ver las imágenes de las ciudades llenas de coches.
El futuro de hace 10 o 15 años es ahora: también nosotros temíamos entonces que los vaticinios fueran a cumplirse, que desaparecerían los libros tangibles, y con ellos los lectores deseosos de comprarlos y de regalarlos, de obtener la firma de un autor, con una fecha que certifique un recuerdo. Ahora resulta que los libros impresos son tan prácticos como las bicicletas, y casi igual de saludables, tan valiosos para la ciudadanía como el parque del Retiro.
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