Largo adiós de Javier Goñi
Tenía un aire afable y una sonrisa seria. Uno lo veía atareado y cordial, ensimismado a veces, con íntima lejanía de convaleciente, en un largo adiós de enfermo incurable
De algunas de nuestras mejores acciones no llegamos a enterarnos, dice Simone Weil. Yo tardé muchos años en contarle a Javier Goñi que gracias a él, a un artículo suyo en la antigua Cambio 16, perdí el miedo a volar en avión. Era apenas la tercera o la cuarta vez que viajaba en uno. Volvía a Granada después del que había sido mi primer viaje como escritor a Madrid. Alejandro Gándara y Julio Llamazares me habían invitado a un programa de libros que hacían en la televisión, que estaría dedicado a un grupo de lo que entonces se empezaba a llamar “nuevos narradores”. Mi primera novela se había publicado un poco antes, en enero de aquel año, 1986. Que lo invitaran a uno a ir a Madrid y a participar en un programa de televisión era un sobresalto casi más que una alegría. Pedí unos días de permiso en la oficina municipal en la que trabajaba. Mi novela acababa de aparecer en una buena editorial, pero yo no perdía la sensación de invisibilidad que había sentido desde que publiqué el primer libro, un par de años antes, pagándome yo mismo la edición. Esta vez había firmado un contrato con una verdadera editorial, y era evidente, aunque todavía increíble, que la novela iba a encontrarse en librerías de todo el país, más allá de los límites de mi provincia. Hasta la vi una vez en la sección de libros de Galerías Preciados en Granada y, más que satisfacción, lo que sentí fue desamparo: en todo aquel amontonamiento, mi novela, con su título en latín, su portada sombría con un guardia civil de tricornio a caballo y mi nombre desconocido y común, parecía destinada a perderse sin rastro.
Publicarla había sido una ensoñación tan desmedida que cuando por fin la tuve en mis manos, una mañana de enero, en mi oficina, mi sensación fue a medias de incredulidad y de decepción. La oficina era la misma, y la jornada laboral se repetía indiferente a la llegada súbita del libro, impermeable a él. A lo largo de las semanas aparecieron aquí y allí algunas reseñas distraídas, no todas condescendientes. Yo había temido que la novela fuera calificada de excesivamente literaria, porque trataba de un escritor y de un manuscrito perdido, y porque su trama estaba muy inspirada por Los papeles de Aspern, de Henry James. Para mi sorpresa, algún crítico vio en ella una especie de rancio drama rural. Que la novela tuviera que ver con la República y con la Guerra Civil tampoco la favorecía, según fui dándome cuenta. La cultura en España suele estar regida por la ansiedad de lo último, por la coacción de la moda, y en esa época el pasado trágico se veía como una antigualla tan poco interesante y tan provinciana como la propia tradición literaria española. Los críticos decían que uno de los rasgos comunes de los escritores de aquella nueva generación era que carecían de pasado. Quizás por eso había chocado tanto que solo un año antes de aquella novela mía se publicara la que también fue la primera de Julio Llamazares, la extraordinaria Luna de lobos: una novela más contemplativa que épica sobre el maquis republicano en la posguerra, escrita por alguien que había nacido muchos años después.
Para mi gran sorpresa, me invitaron a aquel programa y viajé a Madrid muerto de miedo en un avión. En mi oficina era un funcionario de cualificación dudosa. Llegué a Madrid y era un escritor, parte de un grupo, hasta de una generación, aunque en el fondo no me lo creía. Estaba en un buen hotel, comía y charlaba con escritores y críticos, me puse muy nervioso cuando me tocó hablar delante de una cámara. Pero menos de dos días después ya estaba otra vez temblando de miedo porque iba a subir a un avión y a regresar a la vida verdadera y a la oficina.
El avión temblaba y rugía acelerando para el despegue, y yo intentaba distraerme hojeando el Cambio 16 que acababa de comprar. Entonces vi por sorpresa una foto de la portada de mi novela y una reseña firmada por Javier Goñi. Era la primera vez que tenía la sensación de que un crítico había leído verdaderamente el libro: sin rastro de condescendencia hacia el desconocido y novato, con una atención respetuosa, con una percepción aguda de la atmósfera y el sentido de la historia. Fue una alegría tan súbita que cuando cerré la revista después de leer varias veces la reseña me di cuenta de que el avión estaba en pleno vuelo y el miedo se me había disipado.
Tengo ahora la melancólica satisfacción de haberle mostrado a Javier Goñi mi gratitud la última vez que nos vimos, un poco antes de la pandemia
Tengo ahora la melancólica satisfacción de haberle mostrado a Javier Goñi mi gratitud la última vez que nos vimos, un poco antes de la pandemia, presentando en la querida librería Alberti la reedición que hizo Fórcola de su libro de conversaciones con Miguel Delibes. Como ha escrito en este periódico Javier Rodríguez Marcos, Goñi fue siempre un lector generoso y entusiasta, un hombre templado al que uno veía algunas veces un poco ausente en la conciencia de su enfermedad, con la que convivió tantos años. Tenía un aire afable y una sonrisa seria. En la Fundación March uno lo veía atareado y cordial, ensimismado a veces, con íntima lejanía de convaleciente, en un largo adiós de enfermo incurable.
En aquella templanza suya había un nervio de integridad intelectual. Las cosas se olvidan, y de todo hace cada vez más tiempo. Hacia finales de los ochenta, Camilo José Cela repitió, por encargo de Cambio 16, el itinerario de su viaje a la Alcarria, exigiendo viajar ahora en un Rolls Royce conducido por “una choferesa negra”, vestida además de uniforme, y con gorra de plato, toda de blanco. Las crónicas que fue escribiendo o al menos publicando semanalmente el viajero aparecieron poco después en un libro, recibido con el consiguiente entusiasmo por los palmeros y costaleros de Cela. En España la bravuconería despierta siempre mucha admiración. Solo Javier Goñi se atrevió a disentir de aquella unanimidad, escribiendo una reseña demoledora y justa de lo que sin duda no era más que un mamarracho. Con su conocida magnanimidad, el futuro premio Nobel llamó a Juan Tomás de Salas, editor de la revista, exigiéndole que despidiera a aquel atrevido. Salas no cedió, y Javier Goñi siguió escribiendo cada semana sus reseñas. Quizás la entereza que tuvo entonces lo sostenía por dentro cuando se ocupaba de sus tareas y de sus lecturas y saludaba a los conocidos antiguos con aquella cordialidad un poco ausente.
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