Mi tía Elena Quiroga
En 2021 se ha conmemorado el centenario del nacimiento de la escritora, segunda mujer en ingresar en la RAE
Este año se ha conmemorado el centenario del nacimiento en Santander de la escritora Elena Quiroga, segunda mujer en ingresar en la Real Academia de la Lengua, intensa y voluntariamente gallega, una de las escritoras más profundas y penetrantes de la literatura española de posguerra. Estaba casada con Dalmiro de la Válgoma y Díaz Varela, historiador y secretario perpetuo de la Real Academia de la Historia. Y, sin embargo, para alguien como yo, que tuvo la fortuna de conocerla, es complicado decidir a qué aspecto prestar atención para contar cómo era. O cómo la veía yo.
Literariamente, ya está todo dicho de ella. Si atendemos al juicio que emitió uno de sus críticos, Juan Luis Alborg, no siempre complaciente con ella, repararemos en su “elegante inhibición de todo exhibicionismo y propaganda”. Aunque, sigue el propio Alborg, fue “escritora que no ha producido revuelo en proporción a su calidad”, su nombre se fue extendiendo sin ruido. En efecto, era una persona muy celosa de su intimidad porque no creía honesto airear o utilizar su nombre y su vida para fáciles lucimientos buscando la publicidad. Siempre medía lo que hacía, y en su tarea de escritora no hacía ninguna concesión al gran público, del mismo modo que no fue nunca dada a aceptar “entrevistas ligeras”. Yo le señalé en una ocasión que si no hacía alguna publicidad nadie la iba a conocer. Su respuesta fue tajante: “Si me leen lo harán por lo que escribo, no por lo que pueda decir en la prensa”.
Durante mis estancias en el viejo pazo de Nigrán, en Pontevedra, se convirtió en mi directora de lecturas. De novelas que tenía en las estanterías de su selecta biblioteca del pazo, limitada comparada con la magnífica colección que poseían en Madrid, en el viejo caserón de la Academia de la Historia. En el ala en la que los volúmenes enmarcaban la chimenea de granito —que en Galicia se encendía incluso a finales del verano, cuando la humedad de la mar próxima comenzaba a calar en los viejos muros del caserón—, estaban sus títulos preferidos de Pérez Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Bertrand Russell, Walter Scott... Enfrente, los libros de Dalmiro, ensayos de genealogía, heráldica, trabajos de su autoría, con exquisitas encuadernaciones y de una extremada riqueza lingüística, pero demasiado densos en aquellas fechas para mí. Allí empecé a descubrir libros muy a tono con el lugar —las Sonatas, de Valle Inclán—, luego vendrían los contemporáneos, los más actuales: La ciudad y los perros, “de un joven escritor peruano” (Vargas Llosa), como decía ella; Juan Marsé, Carmen Laforet, Gonzalo Torrente Ballester, Cela... También Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Saint Exupery o incluso Alain Robbe-Grillet, de un estilo tan distinto al suyo.
Uno de mis veranos en el Pazo coincidió con que tía Elena —para mí solo había una: ella— estaba escribiendo una de sus novelas. Lo hacía muy de mañana y el tecleo de la máquina de escribir se colaba por todos los resquicios de la casa. Cinta azul y roja en la Olivetti para separar los presentes y las reflexiones de sus personajes. Desde esa habitación se divisaba el campo de los limoneros, la iglesia de las Angustias y, al fondo, el mar de Panjón, Playa América (Área Loura), y se adivinaba la de Patos. Una mar que no solo bañaba las costas y playas, sino que daba vida y sentido a todo el valle Miñor.
Era curioso observarla. Estaba totalmente abstraída, pero necesitaba salir de la habitación para tener un contacto exterior que refrescase —visualmente— su concentración. Apenas hablaba, y yo no debía abrir la boca, no podíamos distraerla y sacarla de su ensimismamiento. Mi tío y yo permanecíamos pendientes de ella, pero sin decir una palabra, hasta que ella misma se decidía a comentarnos por dónde iban sus pensamientos, la vida de sus personajes.
Nunca me dio a leer sus libros, pero yo los leía. Y alguna vez me los explicaba, para que comprendiese lo que ya debiera estar claro para mí en sus páginas: Escribo tu nombre, Tristura, Plácida la joven… Una vez me preguntó qué me parecía Viento del Norte, con la que había ganado el premio Nadal de 1951. Debí responder influido por algunas críticas que había leído y no supe ver, como dijo Lourdes Ortiz años más tarde, que se trataba de un relato cargado “de leyenda, de las viejas tradiciones rurales, donde se mezcla, como en la mejor novela latinoamericana escrita en esos mismos años, la creencia popular, la fantasía y el sueño”.
En 1977 la profesora Phyllis Zatlin le dedicó un estudio en el que destaca el carácter pionero de títulos como Algo pasa en la calle —que en 1954 empleaba todos los recursos de la narrativa moderna para abordar el tema del divorcio— o La careta —que un año más tarde ponía al descubierto las secuelas psicológicas de la Guerra Civil—. También, Zatlin se preguntaba por qué no había sido traducida al inglés pese a haberlo sido a otras lenguas. Ella misma respondía. Por un lado, “la novela ganadora del Nadal fue interpretada por muchos como una continuación del Naturalismo del siglo XIX, por lo que la autora fue considerada como anacrónica, sin que sus críticos llegasen a analizar sus trabajos posteriores”. Por otro, “la corriente dominante en España era el realismo social”. “Quiroga”, prosigue Zatlin, “estaba más interesada en analizar el mundo interior de sus personajes y por ello experimentó con una serie de técnicas narrativas —monólogos interiores, corrientes innovadoras de conocimiento, perspectivas múltiples, simultaneidad en el tiempo— que estaban por delante de lo que se hacía en España y por eso el gran público, e incluso muchos de sus críticos, no la entendieron”. Tal vez convenga recordar también, como señalaba Torrente Ballester, que, de los escritores contemporáneos gallegos, solo Elena Quiroga y él, ambos en español, lo hacían sobre cuestiones ligadas a su tierra.
En 1982 ingresó en la RAE con el discurso Presencia y ausencia de Álvaro Cunqueiro. Hoy el título sirve también para ella. Elena Quiroga hubiera cumplido 100 años en octubre. Falleció en 1995 sin haber completado su trilogía: Tristura, Escribo tu nombre y Grandes soledades. De esta última solo se conservan unas pocas páginas porque era una inconformista, buscaba la perfección y la vida en sus personajes, y con la desaparición de Dalmiro, fallecido en 1990, estos personajes, almacenados en borradores y en su memoria, fueron perdiendo sentido, su vida fue languideciendo y ella misma, insatisfecha con lo que había escrito hasta ese momento, los destruyó.
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