Medusas en el aire: los robots voladores de Anicka Yi
La artista estadounidense de origen coreano llena la Tate Modern de autómatas con los que imagina un nuevo ecosistema de futuro y pone en duda la jerarquía existente entre las especies
Hay pocos artistas parecidos a Anicka Yi en el paisaje actual. Esta surcoreana de 50 años, asentada desde niña en EE UU, se ha hecho un nombre en la última década con peculiares experimentos que mezclan el arte con la ciencia. Sus proyectos la han llevado a inyectar oxitocina en caracoles vivos, a montar esculturas con leche en polvo y antidepresivos, a esparcir el sudor de mujeres asiáticas en las salas del Guggenheim neoyorquino para protestar contra la política migratoria de Trump o a llenar linternas de cristal de bacterias afanosas por reproducirse, como hizo en la última Bienal de Venecia.
Su último trabajo, de nuevo entre la biología y la reflexión tecnológica, la lleva a ocupar la Sala de las Turbinas de la Tate Modern, uno de los encargos de mayor envergadura del arte contemporáneo. Yi ha metido en ese monumental espacio a ocho robots voladores, a los que ha bautizado como aerobios —según el diccionario, “que precisa oxígeno para vivir o para producirse”—, medusas rellenas de helio y dotadas de un sistema de inteligencia sensorial que les permite reaccionar al calor humano y otros estímulos. Yi, siempre partidaria de las bioficciones, propone imaginar un nuevo ecosistema de futuro, en el que tal vez debamos aprender a convivir con máquinas inteligentes y autónomas como estas, cuya misión ya no será servirnos, como los asistentes personales o los coches voladores, pero tampoco destruirnos, como suele augurar la ciencia ficción más ceniza.
Anicka Yi trabaja a una escala íntima y algo desconcertante, por mucho que su intervención siga siendo un espectáculo apto para viralizarse en Instagram
Lejos del acercamiento bombástico de algunos de sus predecesores en este mismo espacio, de la aurora boreal de Olafur Eliasson en 2003 al memorial alternativo de Kara Walker en 2019, Yi trabaja a una escala íntima y algo desconcertante, por mucho que su intervención siga siendo un espectáculo apto para viralizarse en Instagram. El aspecto retrofuturista de sus autómatas, como salidos de una novela de Julio Verne o de H. G. Wells, confiere al proyecto un aspecto lúdico y casi irónico que la artista contrarresta con una reflexión teórica enunciada en la rimbombante neolengua del arte contemporáneo. Su proyecto habla, según Yi, de “la política del aire”. Es decir, de la necesidad de compartir el oxígeno con otras especies, presentes o futuras, si aspiramos a subsistir en el planeta. Y, a la vez, de los peligros que ese aire acarrea como transmisor de organismos infecciosos que algún día amenazarán la supervivencia de algunas de ellas. Si es que ese día no ha llegado ya.
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