Planeta cíborg: y sin embargo se conmueve
La tecnología, cuando se pone al servicio de los nuevos titanes y de intereses financieros, es el arma más peligrosa. Varios libros de reciente publicación lo recuerdan
Hay dos temas de nuestro tiempo. La ciencia, que puede hacer la vacuna o la bomba (antes atómica, hoy eugenésica) y el calentamiento climático. Los dos están estrechamente relacionados. Cualquier filosofía que soslaye estos dos asuntos resulta irrelevante. La tecnología, cuando se pone al servicio de los nuevos titanes y de intereses financieros, es el arma más peligrosa. Huxley, Buñuel y otros muchos lo advirtieron. Varios libros de reciente publicación lo recuerdan. El ordenador cuántico es la última expresión de esa arcana ambición por el control global. La filosofía debe estar atenta.
Ser es percibir. Son verbos indistinguibles. La percepción ilumina al objeto e ilumina al sujeto. Empezar por la percepción es lo más empírico y razonable. Los que empiezan por la materia son en verdad metafísicos. ¿Qué materia? ¿La que vemos? Empiece entonces usted por la percepción y no haga de lo primero lo segundo. La materia no hace la percepción, por muchos azares o evoluciones que se postulen, sino que la percepción es la posibilidad misma de la materia. Whitehead y Bohr lo entendieron. Y cuando de percepción se trata, el dato estorba. No nos deja ver. Google trata ahora de vendernos sus gafas. Quiere que, entre nosotros y la montaña, aparezcan un montón de datos sobre su composición y origen geológico. Google nos va a decir qué es la montaña. El siguiente paso será indicarnos cómo hemos de sentirnos ante ella, si conviene la indiferencia o el temor atávico. ¿Quieren las grandes tecnológicas educarnos? No exactamente. Quieren saber cómo nos comportamos. Si estamos pensando en retirarnos a una cueva o en un selfi para subirlo a Instagram. El caso es no dejarnos contemplar la magnética presencia y distraernos con el dato. Pero el dato no sólo es un producto precocinado, también es interesado. Naydler y Zuboff son incisivos al respecto. La erótica del dato acaba en ceguera. Vivimos en la era de la distracción y del capitalismo vigilante. Somos, en cierto sentido, datos con los que alimentar al algoritmo. Mientras los seres sensibles se entretienen, el algoritmo observa y reparte a cada cual su ración de contenidos, según sean sus intereses (que ya conoce) e inclinaciones (que fomenta). Ese comportamiento va siendo creado, aumentado o disminuido, en función de la estrategia comercial de la compañía. La arquitectura global construye a partir de ellos el “capitalismo de vigilancia”, que desde Silicon Valley se extiende a todos los sectores de la economía. Hay un enorme poder en los llamados “mercados conductuales”. Un mercado donde se compra y se vende nuestro comportamiento futuro. Una lógica global en la que la vigilancia y la propaganda supremacista de la máquina amenaza la libertad y la democracia, sin apenas resistencia en la legislación. La nueva constitución de Chile es ya un campo de batalla entre las grandes tecnológicas y el viejo humanismo, empeñado en preservar la libertad individual y los derechos democráticos.
El ciborg se basa en una hipótesis discutible establecida en el siglo XVII: la mente está dentro de la materia. Tiene mucho que ver con la tesis de Galileo de que la naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas y del universo como gran mecanismo. Pero una hipótesis duradera y repetida a lo largo de tres siglos acaba por convertirse en verdad indiscutible. El transhumanismo es la radicalización de esa idea. Descartado el dualismo cartesiano, la otra posibilidad (la materia está dentro de la mente), defendida por Leibniz y Berkeley, fue reducida por la Ilustración dominante. Los historiadores de la ciencia saben que la naturaleza no habla el lenguaje de las matemáticas, sino que la naturaleza es “matematizable”. Podemos hacer que hable ese lenguaje, como cualquier otro. Todo dependerá del lenguaje que elijamos para interrogarla. Lo que sabemos de la realidad tiene mucho que ver con lo que ponemos en ella. Esa línea, escéptica e irónica con la propia episteme, en la médula de la propuesta de Latour, que se atreve a reeditar otra hipótesis, formulada en New Jersey en 1969. El planeta azul se comporta como un organismo viviente. Lovelock concibió su hipótesis Gaia estudiando la atmósfera de Marte. Quien no conoce una lengua extranjera no conoce la suya propia. La atmósfera terrestre como extensión dinámica de la biosfera. El conjunto de todos los seres vivos como envoltura viva del planeta. Un gran organismo capaz de controlar su propia evolución mediante la homeostasis (la autorregulación de su composición y estructura), que ha aprendido, mediante la prueba y el error, a adaptar el entono (como hace cualquier ser vivo) a sus necesidades. La hipótesis es loca y hermosa. Latour se lanza a diseccionarla con su habitual brillantez. Su libro debería enseñarse en todas las escuelas. La línea de investigación que abre merece una segunda oportunidad. Es importante entender que Gaia es una hipótesis, no una teoría. La idea es antigua. Todos los seres son un único ser. Ese ser es Gaia, la criatura más grande del planeta, que comprende toda la biosfera. Los seres humanos vivimos dentro de Gaia como las baterías viven en nuestros intestinos. No hay espacio aquí para entrar en detalles, pero la quinta conferencia, dedicada a la antropología de las ciencias, es magistral. Siempre hay una deidad emboscada que exige que no se la compare con ninguna otra, nos dice Latour. Esa deidad se llama hoy Ciencia, así, en mayúscula (aunque sean muchas y segmentadas, es decir, minúsculas). Los paganos y todos aquellos que vivimos en el pluralismo sabemos que las minúsculas son más importantes que las mayúsculas, que éstas heredan viejas manías del monoteísmo, la costumbre mosaica de asociar autoridad suprema y verdad. La vida es siempre minúscula. Los sistemas o los teoremas pueden esponjarse y hacerse mayúsculos, pero esa inflación dependerá de la autoridad que deposite en ellos la vida minúscula.
En la lucha contra la Tierra, el hombre perderá. El ser humano no puede entenderse sin la Tierra. Pánikkar acuña el término ecosofía en 1965, pocos años antes de la hipótesis Gaia. Su propuesta es radical. No se trata de ser ecológicos, de explotar el planeta racionalmente, sino de ir más allá de la ecología. De considerar la naturaleza como a una madre, de asumir sin cortapisas una filiación directa. Un modo de superar la crisis de adolescencia que supone querer independizarnos de ella o matarla (de Edipo a Freud). La Tierra es el fundamento de lo que somos, no únicamente el lugar que habitamos o una fuente de recursos. Hemos de tratarla con el máximo cuidado y atención. Para ello (misión imposible) hay que salir del mito científico judeocristiano. Clasificamos las cosas y esas clasificaciones son la base de las ciencias de la naturaleza. Pero hay dos cosas que no caben en una clasificación: los criterios para elaborarla y el propio clasificador. Si, pese a ello, se intenta introducir a la persona en la clasificación, ésta pierde su ser más propio, su humanidad. Cada ser vivo, consciente y libre, es inclasificable. “Todo lo que forma parte de nosotros se puede clasificar: el ADN, la sangre, lo que sea. Todo menos el núcleo que nos constituye. La persona verdadera se desvanece entre los parámetros de la clasificación.” La naturaleza no es un objeto. De hecho, la gramática sujeto-objeto es inadecuada para acerarnos a lo natural. “Si ciencia significa conocimiento objetivo, entonces no puede haber una ciencia de la naturaleza”. La tendencia a clasificar es el genio de nuestra civilización. La ciencia está obligada a presuponer la objetividad y mensurabilidad. En último término, presupone una visión mecanicista. Pero ésta es sólo una posibilidad, la que hemos elegido y que configurará nuestro destino. No hay por qué globalizarla ni ignorar otras posibilidades. Caeríamos en el imperialismo epistémico, que es una forma de provincianismo. En este sentido, sólo es posible suscribir un nacionalismo, el terrícola.
Si el mundo es un mecanismo y la mente una ficción, entonces no tiene sentido defender las libertades individuales, pues no existe la capacidad de elegir libremente. La mente no es inmaterial e inmutable, es proteica y perecedera, sensible a las conmociones y esencialmente frágil. La conciencia, por el contrario, sí puede considerarse inmaterial y eterna (como hipótesis), siempre y cuando sea vacía, sin contenido. El contenido de la conciencia es el mundo natural, en el que se encuentra la mente. Un mundo hecho de percepciones que, si queremos ser empíricos, deben constituir su fundamento. Por eso la mente depende tanto del alimento, de lo que nos ocurre, de si nos enamoramos o nos despiden del trabajo. De ahí que la mente puede ser algo salvaje, indomable. En la India la doman con la respiración y la palabra, nosotros la medicalizamos. A los que creen que la mente es un mito o una falacia podríamos pedirles que nos la prestaran para que experimentáramos con ella, que la dejaran en casa antes de salir a trabajar. Pero no pueden. Quienes la niegan también tienen sus sueños, obsesiones y fantasías eróticas. El libro de Makari hace un recorrido por esas batallas, nunca resueltas, del problema mente-cuerpo. Reconoce que los modernos vivimos en líneas de fractura, entre el determinismo y el libre albedrío, entre el secularismo y la fe. Hay creyentes modernos en el ciborg y las leyes de la naturaleza y descendientes espirituales del romanticismo o, en algunos casos, del paganismo (todo está lleno de dioses), híbridos modernos del alma-máquina. Sea usted, si gusta, un ciborg. Por mi parte, preferiría no hacerlo.
Alma máquina
Editorial: Sexto Piso, 2021.
Formato: 710 páginas. 34 euros.
Cara a cara con el planeta
Editorial: Siglo veintiuno editores.
Formato: 352 páginas. 25 euros.
La lucha por el futuro humano
Editorial: Atalanta, 2021.
Formato: 216 páginas. 24 euros.
Ecosofía
Editorial: Fragmenta, 2021.
Formato: 96 páginas. 11,5 euros.
La era del capitalismo de la vigilancia
Editorial: Paidós, 2021.
Formato: 912 páginas, 38 euros.
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