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IDA Y VUELTA
Columna
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Vocabularios de René Magritte

El pintor tenía horror de las explicaciones, sobre todo las psicológicas y psicoanalíticas. La pintura expresa el misterio del mundo, y las explicaciones lo banalizan y lo empobrecen

Magritte, 'Las profundidades del placer', 1947.
Magritte, 'Las profundidades del placer', 1947.Alamy Stock Photo
Antonio Muñoz Molina

En el encuentro o el choque entre palabras e imágenes salta la chispa de poesía de René Magritte. Las imágenes tienen el esquematismo pedagógico de las ilustraciones en los cuadernos escolares de lectura y de caligrafía. Cada vez que firmaba un cuadro, Magritte escribía su apellido con la misma claridad esmerada con que lo habría escrito en una libreta de la escuela, quizás en una de esas hojas de líneas dobles que hacen todavía más regular la escritura. El mundo visual de Magritte está hecho de un repertorio limitado de objetos y figuras —casa, árbol, pipa, manzana, nube, cascabel, sombrero hongo, mujer desnuda, hombre de espaldas— que se repiten como las palabras de un vocabulario elemental, y que se multiplican y varían, no ya como imágenes sino como los signos semánticos de una escritura jeroglífica. Con mucha frecuencia, sobre todo en su primera época, Magritte se complace en un dibujo que parece torpe, en pinceladas toscas que no llegan a dar la sensación de volumen: quiere, sin duda, ironizar sobre el virtuosismo de la pintura académica, y también resaltar esa parte de esfuerzo y tentativa que hay en todo aprendizaje, en el prodigioso descubrimiento que hace cualquier niño cuando encuentra la equivalencia entre las imágenes, las palabras y las cosas, más poética todavía porque en gran parte es arbitraria, sometida a convenciones simplificadoras.

Pero donde las palabras y las imágenes chocan como partículas que desatan reacciones en cadena es en el encuentro entre el cuadro y su título, entre las figuras y las escenas con frecuencia impenetrables y los títulos asignados a ellas, que en lugar de explicar su misterio lo hacen más hermético, lo proyectan en direcciones inesperadas. Guillermo Solana, comisario entusiasta y sospecho que también omnisciente de la exposición de Magritte en el Thyssen, se inclina mucho sobre un cuadro y casi toca con el dedo índice un detalle revelador, como un detective que busca huellas en la escena de un crimen. Debajo de cada enigma que suscita uno de estos cuadros, explica Solana, hay otro enigma, y a veces otro más, y casi todos están conectados con los títulos. Magritte tenía horror de las explicaciones, sobre todo las psicológicas y psicoanalíticas que estuvieron tan de moda todo el siglo pasado. La pintura expresa el misterio del mundo, y las explicaciones lo banalizan y lo empobrecen. Frente a la prisa por interpretar cuanto antes, el título invita a una pausa respetuosa de contemplación, sugiere posibilidades que no necesitan formularse con palabras. Una mujer madura, opulenta, casi desnuda, en escorzo, bebe un vaso de agua delante de una ventana que da a un mar en calma, iluminado por un gajo de luna nueva que irradia una claridad como de plenilunio. En el cuerpo de la mujer hay una solidez escultórica. El cuadro, pintado en 1947, se titula Las profundidades del placer.


El misterio es siempre más atractivo que la solución; la poesía del arranque rara vez perdura intacta hasta el desenlace

Magritte nació en 1898. Su primera adolescencia coincide con el advenimiento del cine mudo, de las revistas ilustradas, de las novelas populares de crímenes con portadas truculentas, protagonizadas por criminales o ladrones como Fantômas o Arsène Lupin. Los carteles de las películas y las portadas de las novelas, con sus títulos en tipografías muy llamativas, estaban pensados para suscitar la promesa inmediata y arrebatadora de una cadena de misterios avanzando a un ritmo muy rápido hasta la revelación final. El misterio es siempre más atractivo que la solución; la poesía del arranque rara vez perdura intacta hasta el desenlace. “El misterio participa de lo sobrenatural, y aun de lo divino”, dice Borges: “La solución, del juego de manos”. Lo mejor de muchas películas que vimos de niños eran los grandes carteles que las anunciaban a las puertas de los cines, y los títulos admirables que nos desataban la imaginación con promesas narrativas que muy pocas veces llegaron a cumplirse. En su biografía de Magritte, Michel Draguet repasa los títulos de novelas baratas y películas que veía de adolescente, y algunos de ellos parecen anticipaciones de sus cuadros futuros: La muerte que mata, El coche nocturno, La mano cortada, El tren perdido, El asesino amenazado. Una puerta cerrada o entornada, una ventana con los cristales rotos, una mansión con las ventanas iluminadas, en medio de un bosque nocturno, una cortina roja que se abre como en los cines antiguos cuando se apagaban las luces y la proyección iba a empezar, una figura masculina de espaldas, del todo común y también impenetrable, que puede ser lo mismo un asesino que un detective, uno de esos asesinos de entreguerras que vestían trajes oscuros a medida y enterraban a sus víctimas en el jardín trasero: los cuadros que más nos seducen de René Magritte son los que nos hacen asomarnos al umbral de una historia de misterio que es más satisfactoria porque no precisamos saber la solución, o los que nos sitúan frente a una imposibilidad tan radical y sin embargo tan persuasiva y hasta humorística como las que aceptamos en el interior de algunos sueños.

Una mano cortada de yeso sujeta a una paloma. Un paisaje horizontal con un cielo de nubes dispersas resulta ser un muro pintado porque en él se abre una puerta que da a un bosque tupido y sombrío. Las cosas más comunes están sujetas a cambios monstruosos de escala. Una manzana ocupa una habitación entera. Un hombre que mide apenas unos centímetros parece más pequeño todavía porque cerca de él se alza una mujer gigante y desnuda. Cerca del suelo, en la puerta del fondo, una de esas puertas de Magritte que parecen cerrar por dentro habitaciones en las que se ha cometido un crimen inexplicable, hay un agujero que yo no habría advertido si no me lo señala Guillermo Solana. Puede ser el agujero por el que alguien se ha asomado furtivamente, alguien que espía algo tendido en el suelo. Solana me explica que es el punto de fuga hacia el que confluyen todas las líneas rectas en la perspectiva de la habitación.

El surrealismo reanimó la figura y la leyenda del artista romántico, el genio extravagante que actúa como un visionario y un promotor desvergonzado de sí mismo, a la manera de Dalí y de tantos otros —casi todos otros— que han venido después, ególatras solemnes. Magritte prefería la discreción de vestir traje oscuro y vivir en la neutra Bruselas, y no en París. Las caras de sus retratos suelen estar vueltas de espaldas, o bien ocultas por algo, una manzana, un paño blanco. Magritte ejerce un humorismo atónito, tocado de poesía, a la manera de Buster Keaton y de Luis Buñuel. Es un contemporáneo.

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