Las heridas colombianas, en escena
El estallido social y la esperanza del proceso de paz marcan la dramaturgia colombiana de los últimos años. Sus representantes recurren a la lírica para narrar el horror
Es medianoche en Bogotá, un sábado de noviembre de 2019. La ciudad suena a cacerolas, a protesta. Dos palomas conversan en un cable de alta tensión y debajo de ellas, en una calle del centro de la capital, un muchacho intenta recordar qué pasó esa tarde, por qué le duele la cabeza, por qué hay una fiesta, por qué alguien dibuja su rostro en el asfalto. Ese mismo día, el 23 de noviembre, el dramaturgo colombiano Johan Velandia está de cumpleaños.
El muchacho no lo sabe, pero los colombianos, el público, sí. Esa tarde, un policía antidisturbios disparó a la cabeza de Dilan Cruz, un joven estudiante que participaba en las protestas contra el gobierno, y lo dejó mal herido. Días después, Cruz murió en un hospital y se convirtió en la imagen del estallido social que aún resuena en el país, con las cacerolas de fondo.
Velandia sintió que no podía dejar de expresarse sobre ese hecho como lo sabe hacer, a través del teatro. “Esa situación frustrante y paradójica de celebrar mi vida mientras en la calle del lado asesinaban a un joven que solo quería graduarse del colegio y no tuvo los privilegios que yo sí, me hizo escribir, sin vacilaciones. Es una obra sobre el derecho a la educación, a la manifestación, pero sobre todo a la vida”, cuenta a EL PAÍS.
Solo me acuerdo de eso se ancla en esa tarde de noviembre para hablar también la memoria y es una de las últimas evidencias de que la dramaturgia colombiana se ocupa de la realidad inmediata, de la conflictividad social o, como explican algunos dramaturgos, de las heridas abiertas del país. Contada en tono de farsa y desde la perspectiva de las palomas ha sido un éxito que atrae público joven. La obra surgió precisamente de Cicatrizar, un proyecto en el que cinco autores colombianos y cinco españoles abordan un conflicto reciente o remoto que necesite sanar.
“El desafío es cómo hablar de la realidad áspera sin caer en el tremendismo, en el reportaje o el teatro documento. Cómo decir una cosa hablando de otra. Hablar del horror del mundo sin tratar de reproducirlo”, ha dicho el dramaturgo español José Sanchis Sinisterra, sobre este proyecto de dramaturgia inducida en llave con sus pares colombianos, Carlos José Reyes y Carolina Vivas, reunidos por el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, de Bogotá. Del lado colombiano, las obras hablan del genocidio de los militantes del partido de izquierda, Unión Patriótica; de las ejecuciones extrajudiciales a manos del Ejército, conocidos como falsos positivos; o del magnicidio del candidato presidencial, Luis Carlos Galán. Del español, de la migración, el franquismo y la guerra civil.
Pero esa dramaturgia sobre la violencia es, en realidad, algo intuitivo en Colombia. El país tiene una tradición de teatro político y de creación colectiva que viene de los años 70, con grupos tan reconocidos como el Teatro La Candelaria, con Santiago García y Patricia Ariza. Y también obras memorables como La Siempreviva, de Miguel Torres, que se ha presentado por casi tres décadas y sigue vigente, porque la desaparición forzada de la que habla, lo está.
Teatro y verdad
“El teatro colombiano siempre ha estado comprometido con los problemas contemporáneos, pero se diferencia (de esa época) en los fenómenos históricos, en la estética”, explica el reconocido gestor cultural Octavio Arbeláez. Creador del Festival de Teatro de Manizales, recuerda que el de antes era un teatro urgente, que hablaba directamente a las masas y buscaba despertar conciencias, el de hoy utiliza otros lenguajes.
Para él, la firma de los acuerdos de paz, la ilusión del cierre de años de conflicto, que se ha visto oscurecido por el asesinato de líderes sociales y desmovilizados, supuso un quiebre para el país que también se refleja en el teatro. “Lo artístico, dice Arbeláez, es aquello a través de lo cual intentamos expresarnos cuando se nos acaba la elocuencia”.
La verdad sobre el conflicto, las distintas versiones de lo que ocurrió en Colombia están en el centro de las preguntas del teatro colombiano actual. Dramaturgos, actores y directores están participando de manera activa en la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, que surgió de los acuerdos de paz.
“En medio del dolor y la injusticia siempre aflora el humor, pero no se utiliza para burlarse del dolor de otros sino del propio”
Sin embargo, desde antes del proceso de paz, Fabio Rubiano, dramaturgo y director del Teatro Petra, ya ponía en escena esos temas difíciles: el perdón, la verdad, el papel que jugaron la prensa y los empresarios en la guerra. En Historia de una oveja, su última producción, aborda el despojo de tierras y la búsqueda de la ternura en medio de la barbarie, en el Interrogatorio, una comedia negra sobre la desaparición de una serie de personajes, o en su exitosa Labio de Liebre, ponía en discusión el perdón a los llamados señores de la guerra. Todas con un código claro: la ironía y el humor. Para Rubiano, la comedia negra es la característica más clara de los colombianos. “En medio del dolor y la injusticia siempre aflora el humor pero este no se utiliza para burlarse del dolor de otros sino del propio”. En sus obras está la Colombia de los eufemismos, los muertos son los “dormidos”; los desplazados, migrantes internos; las fosas de las masacres, lugares llenos de muñecos.
“El teatro no tiene una función política, eso puede ser muy soberbio, pero sí creo que es un mecanismo de resistencia contra la derrota. Estamos en un momento de no esperanza y el teatro nos permite ver la poética de la desesperanza”, dice Rubiano a EL PAÍS. “No se trata de hacer un discurso sociológico o histórico sobre lo que sabemos, sino teatral”, agrega.
Hace 7 años, el país vivió una explosión de grupos, escenarios y obras que se conoció como la ‘primavera teatral colombiana’. Verónica Ochoa, actriz, dramaturga y directora antioqueña fue una de sus representantes más visibles. Para ella, que ahora presenta Barrio Malevo, un recorrido por el tango y el narcotráfico que han marcado a la Medellín de su generación, las protestas sociales de 2019 y 2021 traerán una nueva oleada de “dramaturgias expansivas”. “Vimos artistas muy preocupados por ser agentes transformadores, que hicieron intervenciones en las marchas. La creación funcionó como una tercera línea en las protestas”, señala.
En 2015, emulando a la Divina Comedia, de Dante, Ochoa hizo el Corruptour, un viaje en chiva (buses coloridos del campo colombiano) por las calles de Bogotá con el objetivo de buscar a los asesinos del comediante Jaime Garzón, otro de los homicidios que ha marcado a Colombia. Se trataba de una obra en movimiento, un viaje al infierno de esa historia, con el desparpajo y la acidez propia de quien sabe que se ha tocado fondo.
En ese momento, la hermana de Garzón vio la obra y la entendió como una forma de impedir que se olvidara el legado del humorista. Lo mismo acaba de ocurrir con la madre de Dilan Cruz, que estuvo en Solo me acuerdo de eso y, lejos de llorar, dijo al autor que el teatro le permitió sanar, tener a su hijo vivo por un rato. En Colombia, el teatro sirve también para no dejar morir por segunda vez a los miles de asesinados.
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